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El Guadalquivir del sexo

El Guadalquivir del sexo

Cuando el verano apretaba en aquella Sevilla de abigarrado urbanismo y zocos entoldados, el Guadalquivir, con sus márgenes pobladas de cañas bravas y huertas feraces, se convertía en la costa más atractiva para el sevillano. Muchos textos andalusies nos hablan de cómo sus riberas, sombreadas por naranjos, limoneros y frondosas higueras, se animaban con una concurrencia deseosa de desembarazarse de todo tipo de sofoco. Del térmico se encargaba una cultura tradicional que sabia combatirlo con ropas y turbantes al uso. Para el otro sofoco, el sexual, el Guadalquivir también brindaba soluciones.

Entre el siglo XI y XII, cuando Sevilla era capital del imperio Almorávide, una casta sumamente estricta y exigente a la hora de interpretar la norma coránica, Ibn Abdún, nos previene de los peligros de lavar la ropa en el Guadalquivir. El citado tratadista sevillano nos dice, según recoge el profesor Rafael Valencia en un artículo titulado «La mujer y el espacio público de las ciudades andalusíes», que hay que prevenirse de coincidir hombres y mujeres en las riberas del río «especialmente durante el verano ya que es un lugar frecuentado por hombres». Más aún prohíbe «la actividad de las lavanderas en los huertos», al ser lugares más escondidos y facilitar encuentros y juegos trangresores.

Es de suponer que Ibn Abdún, por su rango social y su vinculación a la ortodoxia almorávide, fuera la voz y la pluma que expresara la exigencia coercitiva de los nuevos señores del taifa sevillano. Eran tiempos duros para la alegría, el vino y los juegos amorosos fuera del espacio habitual. Pero por sus propias palabras deducimos que, pese a tanta exigencia moral, la trangresión sexual era continua. Quizás, como apunta el profesor Valencia en el citado artículo, debido a la idiosincrasia de la propia cultura andalusí, fusión de culturas donde el fondo mediterráneo manda poderosamente.

Abdún sigue descubriéndonos las procelosas aguas del Guadalquivir que, a su paso por Ixbilia, arrastran el pecado y la inmoralidad. Como si se tratara de una discoteca de verano ibicenca donde ellos y ellas, sin prejuicios morales, montan lo que haya que montar con o sin fiesta de las camisetas empapadas. Abdún anatemiza los paseos en barcas por el río, donde se dan cita individuos nada acomplejados por la exigencia coránica de los almorávides y por mujeres andalusíes más liberadas que el entorno de Bibiana Aído. Aquellos paseos en barcas por el río debieron ser dignos de ser narrados en los relatos de la mil y una noche de la Sonrisa Vertical o, cuanto menos, en algún trabajo cinematográfico de los que se proyectan en la Semana del Porno de Barcelona. El Guadalquivir de las estrella lo era también de los planetas más rojos y encendidos que el amor pueda inspirar. Resulta curioso constatar que es también por esa avenida atlántica por la que Sevilla se conectaba y relacionaba con el mundo intercambiando mercancías, ideas y modelando mentalidades, sea también la metáfora de cierta libertad sexual en una época donde los territorios públicos y privados de hombres y mujeres estaban definitivamente limitados por la ley de la religión coránica más exigente.

Pero esta ciudad, quizás como todo Al-Andalus, no puede evitar tener un fondo de pantalla puramente mediterráneo. Y está ahí. Bulle detrás de sus edictos, normas, restricciones y amonestaciones el latido atávico de su sangre multiétnica que bombea un motor cultural que no se gripa por una exigencia más o menos dura de la autoridad religiosa. Ya sea almorávide o cristiana. El Sexo en la Ixbilia almorávide está perseguido fuera de su escenario habitual porque la ciudad lo practica en los cementerios, en las riberas del río, en los huertos más frescos y recatados, en los baños y en los mercados. Sí, en los mercados también se lubricaba aquella ciudad presuntamente dominada por la negrura institucional almorávide en permanente lucha con la sensualidad local de toda la vida. Ibn Abdún es capaz de descalificar a un gremio completo. El de las bordadoras. Al que colectivamente tacha de putones verbeneros y hasta le prohíbe acceder al mercado.

Espíritus restrictivos y coercitivos como el de Ibn Abdún los pare la ciudad por siglos. El cardenal Segura, salvando distancias, tiempos y religiones, también se obsesionó en ser un cruzado contra el sexo en una ciudad a la que le gusta arrimarse cuando baila y cuando galantea. El rio es para Abdún lo que un baile a media luz para el cardenal Segura. Un auténtico laboratorio para el pecado. Y así, el conocido tratadista andalusí, escribe que «los días de fiesta no irán hombres y mujeres por un mismo camino para pasar el río».

La poesía erótica andalusí, que tan delicados y sutiles versos dedicó a los amantes, hace gala de cómo el amor o por el amor, se permiten transgresiones tan evidentes como las relaciones extraconyugales regadas por el vino, la pasión y el engaño. Un poeta cordobés, que vive entre el siglo XI y XII, Ibn Quzman, notable zejelero, sintetiza todo lo que hemos escrito en un poema satírico titulado «La bereber». Es tremendo. Y espigo tan solo sus estrofas menos escandalosas. Por ejemplo: «Nada más la vi acostada/quiso mi miembro entrar en el nido/y ¿cómo podía fallar en aquel felpudo?...» Y continua hasta convencernos de que, pese al rigorismo coránico de algunas etapas históricas de Al-Andalus, siempre perdieron la batalla contra el sexo los cruzados de uno y otro bando que se empeñaron en no entender lo que aquí siempre ha gustado un culo al aire.

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