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La partícula divina

LA diosa Ciencia acaba de recibir el mayor revés desde la Torre de Babel. Llevaba la «comunidad científica» mesándose las barbas desde hacía cuarenta años por dar el salto definitivo hacia la conquista de los poderes sobrenaturales. Buscaba con denuedo la «partícula divina», ésa que hizo posible el «big bang». En otras palabras, el Hombre retornaba al viejo mito de comer del árbol de la ciencia para ser como Dios. Esta vez, el fruto prohibido ha costado 6.200 millones de euros. La física en este caso ha querido instaurar un mundo nuevo. De nada ha servido que otros cerebros de laboratorio hayan advertido sobre los peligros de alteraciones gravísimas en el espacio que habitamos. Los pedigüeños de fondos públicos para usurpar el lugar del Creador pusieron en marcha el pasado día 10 de septiembre, lo que podía ser el fin del mundo o el comienzo, como digo, de un nuevo universo. Le llaman Gran Colisionador de Hadrones (con hache, no se confundan). Responde a las siglas LHC. Consiste en un anillo metálico de 27 kilómetros construido bajo tierra y a 271 grados bajo cero, provisto de megaimanes que crean gigantescos campos magnéticos sin precedentes. Situado en Suiza, su objeto era reproducir las condiciones de la explosión que dio lugar al mundo, hace 13.700 millones de años. Perseguían, pues, tan magnos alquimistas, con su acelerador, lo que llaman la «partícula divina» o «bosón de Higgs».

Pero esta penúltima muestra de megalomanía faraónica se ha venido abajo en apenas nueve días —dos más que los empleados por Dios para crearlo todo—, que es lo que ha tardado en sufrir una avería «costosa» que no estará reparada «al menos hasta primavera». Ya en las primeras horas del invento, un grupo de piratas informáticos griegos se introducía en la red de ordenadores del LHC y destruía algunos archivos, para poner a prueba su vulnerabilidad Y cuando todo eran promesas de éxito, de dominio de los últimos secretos de la materia, el apagón ha sido monumental y artístico.

Todo esto ha sucedido cuando ETA ha vuelto a asesinar en España. Y lo ha hecho en una calle llamada Almirante Carrero Blanco de Santoña, la localidad natal del presidente cuyo atentado cambió nuestra Historia. El mismo nombre que pronto será borrado del nomenclátor sevillano que, no obstante, mantiene los de Carlos Marx y el estalinista José Díaz, y que dedicará una calle a la II República (¿y por qué no a la primera?). Con motivo del crimen terrorista, los rectores españoles, que son los que mandan en la comunidad científica, emitieron un comunicado en el que expresaban su «repulsa por cualquier acto que atente contra la vida de cualquier ser humano». ¿También del no nacido, magníficos señores rectores de España, donde más de un millón de niños han sido masacrados legalmente en el vientre de sus madres durante los últimos 23 años (muchos podrían ser alumnos suyos) sin que ustedes hayan protestado? No puedo evitar sentir náuseas ante la hipocresía de buena parte de la comunidad científica. Y me religo a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras en esto como en todo. Sigo creyendo en la «partícula divina» según el libro del Génesis.

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