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Poesía y filosofía

HACE unos meses conversaba en Nueva York con un gran amigo —catedrático de Economía en una prestigiosa universidad— acerca de la crisis mundial y mi amigo me dijo con risueña solemnidad: «Si la crisis tiene solución, ¿para qué te preocupas? Y si no tuviera solución, ¿para qué te preocupas? Vive al día y sé feliz». Desde entonces he aparcado las novelas, los cuentos y las memorias y he decidido leer poesía y filosofía.

Los grandes hallazgos literarios siempre los hacen los poetas, quienes tienen el privilegio de poder ser recordados gracias a una línea memorable o un verso deslumbrante. ¿Quién no lleva grabado en la memoria un poema que nos hechiza cada vez que lo saboreamos? Todos aprendimos en la escuela un soneto de Garcilaso, una estrofa de Manrique o una rima de Bécquer. Sin embargo, todos en algún momento —sin que mediara ningún maestro— nos apoderamos de una línea de Neruda, Vallejo, Salinas o Cernuda, para repetirla a solas como un conjuro. Eso nunca ocurre con la narrativa.

Los escritores de novelas y relatos, crónicas y ensayos, tenemos que acumular hoja sobre hoja y libros sobre libros para aspirar a una eternidad semejante, pues la prosa carece de la magia del poema. No obstante, como siempre me ha fascinado la prosa de los poetas —pienso en «Ocnos» de Cernuda, en «Pueblo lejano» de Romero Murube o en «Las cosas del campo» de José Antonio Muñoz Rojas—, estoy convencido de que todos los narradores deberíamos leer poesía para tratar de narrar los hallazgos de los poetas. Y así distraigo la crisis económica, releyendo al venezolano Eugenio Montejo, disfrutando de la poesía completa de Francisco Brines, descubriendo la obra de José Luis Parra, dejándome herir por los versos de Amalia Bautista y palpándome los huesos húmeros después de leer a Rafael Téllez.

La lectura de filosofía representa otra cosa para mí, pues creo que la narrativa no sólo debería aspirar a la belleza sino también a las ideas, la reflexión y la profundidad. Hace más de veinte años Mario Vargas Llosa dedicó docenas de artículos y ensayos a divulgar el pensamiento de filósofos como Jean-François Revel, Raymond Aron, Karl Popper e Isaiah Berlin, y a mí me haría ilusión hacer algo parecido con la obra del alemán Peter Sloterdijk, cuyas obras vengo anotando y subrayando desde hace meses.

Peter Sloterdijk ha sido para mí un descubrimiento extraordinario, pues he hallado en sus reflexiones propuestas valiosas para contemplar la crisis presente como parte de un proceso que concierne directamente a nuestros actuales conceptos de la historia, la política y el lugar que ocupa la cultura humanística dentro del conocimiento. Si el nombre de Sloterdijk resulta una novedad para el lector curioso, lo insto a buscar tres brevísimos opúsculos: «En el mismo barco» (Siruela, 2002); «Sobre la mejora de la Buena Nueva» (Siruela, 2005) y «Normas para el parque humano» (Siruela, 2006).

Con todo, Peter Sloterdijk está muy bien editado y mejor traducido al español, ya que Siruela y Pre-Textos se han encargado de publicar su obra en español. Así, en Pre-Textos tenemos «El pensador en escena» (2000), «El desprecio de las masas» (2002), «Experimentos con uno mismo» (2003), «Temblores de aire» (2003), «Si Europa despierta» (2004) y «Venir al mundo, venir al lenguaje» (2006), mientras que Siruela ha traducido otros dos títulos esenciales: «Crítica de la razón cínica» (2003) y los dos primeros volúmenes de su trilogía «Esferas» (2003 y 2004). Todos los grandes temas que afligen al mundo contemporáneo recorren los libros de Sloterdijk y a mí me haría ilusión (sin ánimo de caer pesado) ocuparme de ellos —uno por uno— en diferentes artículos. De hecho, se me antoja más divertido que escribir sobre la Bolsa.

Mi amigo economista tiene razón: ¿de qué serviría preocuparse si esta crisis no tiene solución? Nos queda la poesía y la filosofía.

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