Domingo, 16-11-08
EN estos momentos una formidable crisis económica asola, en bastante grado, desde Alemania a Japón, desde Estados Unidos a economías emergentes como puede ser el caso de Argentina. Una pregunta obligada es: nuestros problemas ante esa realidad, ¿van a poder ser resueltos, o siquiera aliviados, en la reunión que se abre en Washington y a la que se ha conseguido acudir, a pesar de las displicencias que el presidente Rodríguez Zapatero exteriorizó frente al G-8 hace unos meses en declaraciones al «Corriere della Sera»?
Para aclararnos conviene señalar que esto de Washington no tiene que ver con las reuniones de Bretton Woods del 1 al 22 de julio de 1944. Entonces, los aliados que contemplaban con claridad que iban a ser los vencedores en la II Guerra Mundial, decidieron montar un nuevo orden económico. Los expertos -recordemos la pugna entre White y Keynes- iban a debatir, con tenacidad -incluso Keynes llegó a experimentar un ataque cardiaco-, sus puntos de vista, porque sabían de sobra que los criterios que se acordasen, serían los que se impusiesen por muchos años, como así sucedió, en la vida económica internacional. Eran unos vencedores que iban a implantar un sistema económico nuevo. En parte se cumplió, y los restos, más de medio siglo después aún perviven: el Fondo que, como decía con gracia Keynes, en realidad era un Banco, ahí lo tenemos en forma de Fondo Monetario Internacional, y el Banco que era un Fondo, el Banco Mundial, también ahí se encuentra.
Ahora es diferente. A lo que se parece muchísimo la reunión de Washington, es a los intentos, confusos, de poner algún orden en la crisis económica que se originó tras la I Guerra Mundial, con la Conferencia de Génova, a la que acudió España con Cambó de ministro de Hacienda, y cuya crónica periodística elaboró para nuestro país, Olariaga en «El Sol» y para Inglaterra, en el «Manchester Guardian», Keynes. Nada se arregló ahí, y la crisis fue agravándose hasta la Gran Depresión. En medio de ésta se concitó otra Conferencia, la Monetaria de Londres, a la que acudió Flores de Lemus en 1933, y que fue glosada periodísticamente con brillantez por Eugenio Montes en «El Debate». Tampoco de ahí se derivó nada, y aun menos para España. Cambó, tras Génova, acentuó nuestro proteccionismo con el Arancel de 1922, mientras que la depresión se enseñoreaba de nuestra economía. En 1933, se intentó defender la significación de la plata en un posible acuerdo monetario, y al mezclarse con intentos de aproximación al Bloque oro y, de paso, a la caída del cambio de la peseta, tampoco llegó alivio para nuestra muy pobre situación económica. Tampoco para la del resto del mundo.
Ante la reunión de Washington, y con lo que hasta ahora se sabe, es evidente que se intentan dos cosas. Por un lado, el G-8, y en cabeza Estados Unidos, y las potencias europeas fundamentales -Gran Bretaña, Alemania y Francia- así como las potencias económicas del Pacífico, pretenden salir de una situación que ha sido perfectamente enunciada así por el profesor Torrero en su ensayo «La crisis financiera internacional» (IAES. Universidad de Alcalá, 2008), al explicar cómo los créditos hipotecarios creados en los Estados Unidos podían trasladarse a otros países, que deseaban para sus ahorros alcanzar una rentabilidad mayor que la que se conseguía, por ejemplo, en deuda pública. Esta rentabilidad se consideraba posible poder lograrla porque se confiaba «en la garantía implícita de... conocidas entidades promotoras de los instrumentos -los bancos de inversión de forma destacada-... (legitimada por) la calificación otorgada por las sociedades de «rating»... Por este procedimiento se consiguió el milagro de que familias de Ohio o Iowa, sin empleo y de reputación financiera dudosa, pudieran comprar su vivienda financiada por un fondo de pensiones de Japón, Australia o Europa». Simultáneamente los países en vías de desarrollo buscan en Whashington, de modo confuso, que les llegue algún auxilio, de cualquier tipo.
Entonces, ¿nada tienen que ver estos planteamientos con nuestra crisis? La respuesta, periodísticamente de modo perfecto, la ha dado Julio Pérez, en «Capital», noviembre 2008 al señalar la existencia de un «agujero negro español» que efectivamente, es capaz de tragarse toda nuestra economía. «Agujero negro», el de nuestro déficit por cuenta corriente, que se ha ampliado gracias al creciente endeudamiento externo propio, acelerado, sobre todo, a partir del año 2004. La salida de este tremendo riesgo es aparentemente muy fácil: abandonemos como eje central de nuestro desarrollo el sector de la construcción y orientemos el tejido productivo hacia la exportación de bienes industriales. Pero eso ¿va a ser fácil?
La respuesta la encontramos, de inmediato, en unas declaraciones de Rodrigo Rato aparecidas en «The Economist», dentro del artículo «En busca de una nueva economía», contenido en el suplemento sobre España fechado el 11 de noviembre de 2008. Señalaba ahí Rato, y acertaba, que para esa solución «necesitamos incrementar la productividad igual en hostelería o en el comercio que en la biogenética. Necesitamos hacerlo todo mejor, y ello comienza con la educación y las regulaciones». Este camino, que es, sencillamente, el de mejorar la productividad, no es rápidamente hacedero. Por ejemplo, Jacques Pelkmans, Lourdes Acedo Montoya y Alessandro Maravalle, en su estudio «How product market reforms lubricate shock adjustment in the euromarket», publicado por «European Economy», octubre 2008, muestran que de los doce sectores en que se puede dividir la economía europea, en seis de ellos, como más rígida, ocupa la cabeza España. ¿No es urgente alterar las regulaciones existentes? Y si pasamos a la educación, según los datos de la OCDE, el porcentaje de alumnos que no concluyen la ESO en la UE-19 era el 17´1 por ciento en 2002 y desciende al 14´8 por ciento en 2007, mientras que en España ese porcentaje, en igual periodo, sube del 29´9 por ciento al 31´0 por ciento. Añadamos la fortísima concentración de nuestras exportaciones hacia países europeos, hoy sumidos también en crisis: desde 2007, hacia ellos va el 77´8 por ciento de las exportaciones.
Y no hemos mencionado nuestra excesiva dependencia energética. Tampoco nada de lo que provoca el fuerte peso del impuesto de sociedades. Como señala el «New Release», nº 92 de 2008 de Eurostat, en el año actual sólo nos superan en el tipo máximo de gravamen de impuesto de sociedades, de los 27 miembros de la Unión Europea, cuatro: Italia, Bélgica, Francia y Malta. No es posible olvidar que Sjef Ederveen y Ruud de Mooij en su trabajo «Taxation and foreign direct invesment: a synthesis of empirical research», publicado en «Internacional Tax and Public Finance», 2003, prueban cómo las multinacionales tienen en cuenta el impuesto de sociedades en sus decisiones de localización, de forma tal que una reducción en el impuesto de sociedades de un punto porcentual incrementa la inversión neta extranjera en un 3´3 por ciento. ¿Y qué decir de la división del mercado que originan decisiones como las del Estatuto de Cataluña?
Nada de esto se resuelve con simples soluciones financieras. El problema exactamente se plantea, como muy concretamente se ha hecho en el documento «La crisis financiera: orígenes y soluciones» (Observatorio Económico FAES): «Si no se toman las medidas estructurales necesarias, la situación en la que se encuentra la economía española podría transformarse en una situación similar a la de Italia o Japón, que arrastran ya varios años de crecimientos muy reducidos. No debe preocuparnos en demasía lo que vaya a pasar en 2009», año en el que difícilmente no tendremos un derrumbamiento, como el que señalan ahora todos los expertos, «sino si a partir de entonces seremos capaces de recuperar el crecimiento».
Lo urgente, y necesario, es, pues, modificar las cuestiones nacionales mencionadas. Por supuesto, tampoco serán suficientes si se acentúa la crisis mundial. Pero lo peor es continuar, como hasta ahora, en una inacción casi absoluta respecto a las precisas reformas estructurales dentro de nuestras fronteras y, de eso, no se va a hablar en Washington.

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