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Educación, educación y educación

DURANTE los últimos meses apenas he dedicado tiempo a reflexionar sobre la educación, pero ahora que nadie pone en entredicho la existencia de la crisis y que las elecciones vascas y gallegas van a acaparar muchísimos centímetros cuadrados de opinión coyuntural, me haría ilusión escribir una serie de artículos sobre los retos y problemas de la enseñanza y el conocimiento, porque en tiempos de crisis sólo hay tres alternativas: educación, educación y educación.

Ahora que no hay forma de mirar hacia otro lado con el problema del paro, nuestras carencias educativas sangran de puro explícitas. Pienso en la cantidad de jóvenes que abandonaron la Secundaria o el Bachillerato, seducidos por las vacas gordas de la construcción, y que se han quedado sin oficio ni beneficio por culpa del holocausto vacuno. Pienso en los miles de licenciados que se gradúan cada año y que descubren angustiados cómo para el glacial mercado de trabajo, los títulos de muchas nuevas universidades son menos que papel mojado. Pienso en la irresponsabilidad de los políticos de todos los colores, que nos quieren hacer creer que sus propuestas en materia religiosa e ideológica son sucedáneos del conocimiento y de los idiomas. Y pienso en la pobre competitividad de nuestro educando a nivel europeo, ya que las consignas ideológicas y los eslóganes políticamente correctos no sirven para formar ni mejores ciudadanos ni mejores profesionales.

En países como Francia y Alemania, la educación pública tiene como finalidad la selección de los mejores, de tal forma que los méritos y la excelencia faciliten la promoción de los más capaces, los más talentosos y los más trabajadores. Una universidad como La Sorbona no es accesible ni para los ricos que se lo puedan permitir, ni para los mediocres que no cuenten con un expediente académico necesario y suficiente. Así, un niño francés o alemán de trece o catorce años, que quiera estudiar en Tubinga o La Sorbona, sabe que debe tener las mejores notas posibles y esa certeza es lo que fomenta el estudio, la responsabilidad y el conocimiento. Nosotros hemos renunciado a la selección de los mejores con la coartada del elitismo y por eso tenemos los resultados educativos que tenemos.

Es curioso cómo los principios de «igualdad» se transforman o distorsionan según se trate de la educación pública o de la financiación autonómica. Así, en un instituto público los estudiantes más competentes y talentosos deben avanzar a la misma velocidad de los menos talentosos y competentes, mientras que en materia de financiación autonómica se prima y se premia a las comunidades más ricas y prósperas, en detrimento de las menos favorecidas. ¿No es paradójico que en el ámbito educativo se perjudique a los mejores y que en el ámbito autonómico se perjudique a los más pobres? No descarto estar equivocado, pero en mi arbitrario parecer debería ser al revés: habría que estimular a los mejores en materia educativa y a los más pobres en materia de financiación autonómica.

Un sistema eficaz de enseñanza pública debería ser capaz de investigar los talentos del educando, con la finalidad de orientar a los jóvenes según sus capacidades y de seleccionar a los mejores para que compitan entre ellos y así fomentar la excelencia. Sin embargo, para conseguir todo eso no sólo hacen falta recursos, becas e inversiones, sino un pacto de estado que apueste incondicionalmente por la selección y promoción de los mejores. ¿Habríamos ganado la Eurocopa si nuestros internacionales hubieran sido elegidos por cuotas autonómicas o si sólo se hubiera podido convocar a un jugador por cada equipo de la Liga profesional? Si queremos que la educación pública sea nuestro baluarte contra las crisis presentes y futuras, ciertos institutos y universidades deberían ser como la selección: centros preparados y reservados para los mejores.

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