...Fuera del mundo moderno sólo hay sitio para el rincón de la nostalgia. Gritar a la defensiva con tono de apocalipsis es una fórmula infalible para perder la batalla. La sociedad de masas es así, y con ella su forma de gobierno, la democracia mediática. Es urgente construir un mensaje atractivo en dura lucha contra el desconcierto general...
Domingo, 01-02-09
COMO siempre, hablo de «derecha» y de «izquierda» en sentido convencional. Es muy impreciso, pero ustedes me entienden sin problema. En este contexto, «cultura» significa cualquier forma de producción de ideas o manifestaciones artísticas susceptibles de influir en el comportamiento del público -ilustrado a medias- que produce la sociedad de masas. A partir de tales premisas, como si fuera un manual anglosajón de filosofía analítica, la tesis es la siguiente: la derecha necesita con urgencia plantear y ganar la batalla ideológica y recuperar el terreno perdido -absurdamente- en el ámbito cultural. El fenómeno, casi universal, multiplica sus efectos en España. Para traducir en prosa las consecuencias electorales, recuerden cuántos años han gobernado los socialistas y cuántos los populares en el último cuarto de siglo. Las ideas, aquí y ahora, son pocas y malas. La izquierda opta por la indiferencia permisiva, de vaga raíz posmoderna. La derecha, por un realismo versátil que conduce a esa inútil «escuela del desaliento», como la llama lord Byron: no hay nada que hacer en este campo sembrado de minas. No sirve de consuelo, al menos no debe servir, la sonrisa escéptica del ejecutivo arrogante y poco dispuesto a perder su valioso tiempo con esta monserga. Para citar a uno de los nuestros, Mariano José de Larra: «¿Letras? Las de cambio. Todo lo demás es broma...»
La izquierda juega con ventaja, al menos eso parece. Cuando hace falta, siempre en el momento preciso, despliega su poder mediático y académico mientras el adversario se bate en retirada. Si me lo permiten, recupero algunas ideas de mi primera Tercera de ABC. Era el 28 de agosto de 1998, allá por el siglo pasado. Esas activas minorías que dominan el debate cultural nos imponen qué literatura, qué arte, qué política debemos consumir para ser «libres» a su modo y manera. Configuran así una rechazable tiranía de la opinión pública ante el escándalo de los liberales genuinos. No cabe recurso de ningún tipo contra su dictamen implacable, que conlleva la condena -a través de la hoguera o del silencio más espeso- para quienes no encajan en esa poderosa corriente y en los círculos que la sustentan. Nos exigen que utilicemos un lenguaje edulcorado («género», «progreso», «solidaridad») y que ensalcemos a los aburridos genios posmodernos. Tal vez lo principal: es obligado adoptar en tiempo y forma sus expresiones artísticas o literarias y, por supuesto, adquirir y pagar el producto en el lugar oportuno. La derecha calla y otorga. La izquierda se acomoda en el triunfo. El debate casi no existe. La buena gente hace lo que le mandan. La vida pública pierde calidad. Ganan los mediocres. Perdemos todos. A muchos, tampoco les importa.
¿Acaso no hay pensadores y creadores ajenos al tópico progresista? Me resisto a poner ejemplos, para no confundir anécdotas con categorías. Les garantizo que, desde Homero en adelante, podemos llenar las mil doscientas palabras que contiene este artículo con nombres y apellidos del más alto rango universal. La clave está en disputar con éxito la herencia del humanismo y de la Ilustración. Fuera del mundo moderno sólo hay sitio para el rincón de la nostalgia. Gritar a la defensiva con tono de apocalipsis es una fórmula infalible para perder la batalla. La sociedad de masas es así, y con ella su forma de gobierno, la democracia mediática. Es urgente construir un mensaje atractivo en dura lucha contra el desconcierto general.
No nos engañemos: mucha gente honrada compra recetas de moral evasiva con la única finalidad de sobrevivir en la oscura vida cotidiana. Se palpa una angustia latente en el centro comercial y en otros «no lugares» (la expresión, ya saben, procede de Marc Augé), esos espacios imposibles para el auténtico «vivere civile». ¿Soluciones? Ninguna es mágica, pero casi todas están inventadas. Libertad y responsabilidad. Imperio de la ley. Educación, respeto, civismo. Familia y principios éticos. Rigor, austeridad, honradez. Carácter instrumental de los bienes materiales. Excelencia, calidad, valor de la obra bien hecha. Reconocer el mérito: el triunfo de los mejores es bueno para todos. Espíritu abierto al mundo. Patriotismo sensato, lejos del localismo ridículo y estrecho. Ideas claras y rechazo del pensamiento débil y confuso. Perseverancia e ilusión renovada frente al ambiente apático y hedonista... Rajoy apeló hace poco a estos valores positivos, pero los oyentes sólo pensaban en películas de espías. Son las viejas virtudes liberales, de honda raíz humanista. Nada nuevo, si se fijan: Atenas, Roma, Jerusalén, Europa moderna, América contemporánea...
La fuente clásica sigue siendo el discurso de Pericles, piedra angular de la teoría política en Occidente. Es fácil percibir ecos lejanos incluso en el mensaje presidencial de Barack Obama. Una copia menor, sin duda: es muy difícil pasar a la historia en el capítulo reservado a los gigantes. Por supuesto, cualquier comparación le favorece cuando miramos a nuestro alrededor. Elogio brillante de los Padres Fundadores y sus principios ilustrados, con la excepción significativa del libre comercio. Un socialdemócrata «muy puro», según Zapatero. El historiador de las ideas no sabe si reír o llorar. El analista de la vida española descubre la maniobra de siempre. El objetivo es desplazar a la derecha hasta el pelotón de los torpes. Un día sí, y el otro también. El sectarismo nubla el intelecto y anula la racionalidad. Si la izquierda dice «buenos días», algún coro responde indignado: mentira, porque yo digo «buenas noches». La trampa funciona. Gente decente, conservadores o incluso liberales, terminan recluidos en el infierno dialéctico: les obligan a defender lo indefendible o, cuando menos, quedan al margen de cualquier novedad cultural que pueda calar en la mentalidad posmoderna, frágil por naturaleza pero influyente como ninguna. Algunas veces, el Partido Popular disfraza sus conflictos internos bajo un sedicente barniz ideológico. Es imprescindible apagar un fuego que amenaza incendio. En todos los partidos del mundo civilizado conviven dos o tres «almas». En los americanos, por cierto, al menos quince o veinte. El mensaje sigue siendo el medio. Es una buena idea abrir el campo político a las tecnologías de la sociedad de la información. Ahora hace falta transmitir virtudes liberales vía «tuenti» o «facebook» o algún «blog» atractivo para ganar la confianza de tantos jóvenes renuentes. Caso práctico sobre control ideológico. El «foro abierto» organizado por los populares merece el elogio sincero de los teóricos de la democracia participativa y deliberativa. No lo tendrá, naturalmente, porque todos esos teóricos son de izquierdas...
Las elecciones se ganan y se pierden en el estrato más profundo de la mentalidad colectiva. Los seres humanos no sólo queremos conseguir la victoria y llevarnos el premio. También queremos tener razón y disfrutar del reconocimiento ajeno. Por algo inventamos las ideologías, complemento racional -a veces- de las pasiones irracionales. Desde la izquierda más culta, el malogrado Rafael del Águila escribió con frecuencia sobre la «sobredosis» de creencias que inunda el mundo actual. Incluso el nihilismo -real o imaginario- funciona como un impulso para la voluntad de poder. No sé qué pensarán de nosotros las generaciones futuras... Volvamos al asunto: aquí y ahora, es preciso disputar y ganar el debate ideológico y cultural por parte de una derecha indolente en exceso. Por cierto, tal y como están las cosas: ¿es buen momento para hablar de las virtudes liberales? Me temo que tiene razón el personaje de Balzac: «ciertas sensaciones incomprendidas hay que reservarlas para uno mismo».

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