Martes, 30-06-09
Si Michael Jackson hubiera trascendido sus referencias culturales más allá de su Indiana original, hubiera sabido que un cantante cubano-español de boleros llamado Antonio Machín conoció el éxito en 1948 con «Angelitos negros»: «Pintor, si pintas con amor/ por qué desprecias su color/ si sabes que en el cielo/ también los quiere Dios/». La película homónima mexicana, protagonizada por Pedro Infante, Emilia Guiú y Rita Montaner, escenificaba una historia edificante de odio racial, basada quizás en eventos verdaderos que «suenan a Cuba».
Un cantante conoce a una rubia espectacular y desdeñosa, Ana Luisa de la Fuente, de la que se enamora al instante. La corteja con éxito y se casan. Entonces el galán descubre que es una racista cruel. Maltrata a su nana la negra Mercé y hasta le recrimina actuar con mulatos. La hija que traen al mundo, a la que rechaza, tiene esta calidad (como se decía entonces). Ella mantiene que el «color quebrado» es culpa de su marido. El drama culmina cuando se descubre que nana Mercé es la madre de Ana Luisa, que tras tirarla por una escalera acude a pedirle perdón en su lecho de muerte.
Es interesante recordar que en 1970 se produjo otra versión de «Angelitos negros», en la que participó la gran actriz Juanita Moore, pionera en la crítica de los estereotipos racistas del cine de Hollywood. Esta tradición de lucha cultural y ciudadana de hispanos y afroamericanos contra una industria cultural «anglo», que los retrataba en el cine como perdedores, ladrones y drogadictos, ha permanecido al margen del desarrollo de la música, que tuvo un desarrollo autónomo. Desde el renacimiento de Harlem en el Nueva York de los años veinte y el triunfo del jazz, los músicos de color encontraron un lugar en un mercado de consumo que sabía lo que hacían y representaban. Colosos como Sinatra podían desdeñar conciertos si sus músicos negros no entraban por la puerta por la que él pasaba, pero había que tener su cartel (y amigos) para imponer tan santa voluntad. Fue de la mano del rock, con la fusión entre tradiciones blancas melódicas y negras asociadas al ritmo, cuando lo que se encontraba en los márgenes se trasladó hacia el centro.
Entonces sí se produjo una verdadera revolución en la cultura popular estadounidense, trascendida además en planetaria con el apoyo de formidables industrias de vender discos. Es inevitable recordar que fue en la Motown, un proyecto alternativo asociado a las identidades musicales afroamericanas, donde Michael Jackson y sus hermanos encontraron un primer nicho para desarrollarse.
Hasta el apabullante triunfo de «Thriller» en 1982, con su fusión de soul, funk y música de discoteca, todo pareció ir bien, pero desde entonces las políticas de la identidad o su carencia le pasaron factura. Más allá de las justificaciones basadas en enfermedades, con aquellas cirugías estéticas, acompañadas del blanqueamiento progresivo de la piel, era obvio que el brillante triunfador abandonaba la etnicidad bajo la que había nacido, para asumir la de aquéllos que, según los presupuestos de la negritud combativa africanista o el «Black Power», eran los enemigos.
Hoy algunos se atreven a ver a Jackson como un apóstol de la transexualidad, o del derecho a forzar el cuerpo para ir hacia donde se quiera en la búsqueda de la felicidad. Más parece que, en el tiempo de la sociedad del espectáculo, la universal conmoción de su pérdida, como ocurrió con Lady Di, precipita una catarsis colectiva y permite hablar de lo innombrable: enfermedad, muerte o dolor. Todo aquello que Jackson mencionaba en algunas canciones, camuflado bajo signos góticos y tras las contorsiones necesarias para vender más.
Historiador

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