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Byron Castro

Guardo una profunda satisfacción por dos amistades que fueron vecinas del barrio donde vivía Byron Castro. Ya saben quién es Byron Castro. Y no creo que haga falta decir más sobre la atolondrada biografía del finado. Esas dos amistades lo fueron de mi juventud. Uno compartía conmigo kilómetros, tartán e ilusiones en Chapina, entrenado por José Luis Montoya y Pepe Lorente. Estudió en la Universidad. Y hoy es todo un feliz padre de familia cuya única obsesión sigue siendo correr las maratones. Alguna que otra vez lo he visto tragando millas por el parque o las calles de Sevilla. Manteniéndose fiel al deporte que nos unió cuando teníamos muchos más días por delante de los que Byron, en un lance de lealtad de barbacoa, pueda tener ya.

La otra amistad es más tardía. Pero no menos afectuosa. Se trata de una compañera de televisión, presentadora, chica Hermida en su tiempo y después brillante y disciplinada pieza de engranaje en muchos programas en los que tuve la suerte de coincidir con ella, desde los que firmaba el inalcanzable Carlos Herrera hasta aquellos otros que nos llevó por toda Andalucía el exigente Domi del Postigo. Hoy sigue su carrera en Canal Sur de manera satisfactoria. Y su vida personal discurre sin mayores sobresaltos que los que nos esperan a todos. También ella era vecina de Los Pajaritos. Cuando el barrio era un conjunto de viviendas populares, muy dignas y más propenso a parir líderes laborales y chicos con ambiciones de montarse en el ascensor social que lobos nacidos en manadas desestructuradas y propensos a identificarse con la violencia gratuita de la Naranja Mecánica.

En veinte años Los Pajaritos ha dejado de ser lo que fue. Hace veinte años el barrio era un conjunto de viviendas populares, de renta baja y alojado en la periferia urbana de una Sevilla que vivía la violencia social y la apoteosis de las bandas callejeras a través de la televisión. También en eso hemos logrado parecernos a la peor cara de EE.UU. No logramos acortar la distancia que existe entre sus galardones científicos y avances tecnológicos y los nuestros. Pero cada vez construimos mejor perfiles delictivos y sicopatías sociales que parecen que saltaron a la realidad desde el guión del Silencio de los corderos. De allí, de Estados Unidos, procedían las películas de la tele que nos mostraban una realidad tan siniestra. El odio racial, la desvertebración familiar, los ghettos de los latinos, la rebelión de las aulas, los profesores acosados, los alumnos pandilleros, la droga en manos de los ociosos jóvenes, el nacimiento de valores periurbanos basados en la hermandad étnica y agrupados en bandas sin límites. Todo aquello nos parecía un horror. Y por supuesto respirábamos aliviados de que ninguno de aquellos estigmas hiciera sangrar nuestro corazón. Pues ya ven…

Ejemplos como mis amistades citadas eran frecuentes en Los Pajaritos de antes de la riá de la droga y el terremoto educacional y familiar. Desde Los Pajaritos, el Cerro, el Tiro, el Tardón y Bellavista (que dio a todo un presidente de gobierno) salían chicos y chicas tan normales y ambiciosos que compartían pupitre en los colegios y expedientes académicos en las facultades. Hoy salen muchos menos con este norte. Y parece que el único que ven como el mejor de los posibles es el que eligió Byron Castro. Que hizo de su vida una lamentable fotografía dando muletazos a un vigilante jurado en un Sevilla-Betis y proclamando lealtad de legionario a un amigo en una barbacoa en Cádiz. Para hacerse un triste novio de la muerte.

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