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Bolsa caca

Ala vuelta de las vacaciones se fue al hipermercado a llenar la nevera. Compró montones de cosas envueltas en plástico, algunas de forma por completo innecesaria: bandejas de fruta y verduras, paquetes de botellas de agua mineral, refrescos y cerveza, fuentecitas de filetes, chuletas o hamburguesas. El pescadero le envolvió la merluza en papel recubierto con una lámina sintética y luego se lo entregó envuelto en otra bolsita. En la charcutería cogió para evitarse guardar cola unos fiambres cortados en láminas dentro de sus respectivos envases al vacío. En los estantes de lácteos había cartón para forrar un rascacielos. Cuando en la caja le dijeron que no podían entregarle las bolsas de costumbre y que comprase unas de tela o se llevase las provisiones en precarios saquitos de papel reparó en los grandes letreros -«Bolsa caca»- que advertían de la maldad intrínseca del plástico y pensó en el enorme volumen de material nocivo que llevaba en el carrito; pidió que se lo llevaran a su casa y tras desenvolver toda aquella paquetería inútil apiló varios montones de residuos de una devastadora longevidad antiecológica. Para bajarlos a la calle tuvo que rebuscar unas bolsas antiguas que guardaba de las tiendas y los grandes almacenes, y luego andar con ellas un buen paseo hasta un contenedor que le quedaba bastante lejos. Decidió aprovechar la salida para adquirir un cargador de móvil y una tarjeta de memoria en que guardar las fotos digitales que había hecho durante el verano; aquellos objetos tan pequeños -la tarjeta apenas medía cuatro centímetros cuadrados- venían incrustados en desproporcionadas estructuras de plástico rígido soldadas de tal forma que ni siquiera podían abrirse con las manos. Al cambiar las baterías de su cámara dejó las antiguas en un cajón lleno de pilas descargadas que había ido acumulando porque no sabía dónde tirarlas sin sentirse responsable de un hipotético envenenamiento masivo.

Se estaba preguntando por qué la conciencia ambiental de las autoridades estaba tan llena de contradicciones y por qué desplazaban sobre los usuarios las tareas de reciclaje que deberían corresponder a quienes recogen los residuos, cuando escuchó en la tele la defunción legal de las bombillas de cien watios, justo las que más le gustaban por su tono cálido. De repente pensó que tenía la casa repleta de objetos ilegales, dañinos, insalubres o poco recomendables, por no hablar del coche de ciento diez caballos que guardaba en el garaje. Casi ninguno de ellos existía en su infancia y cuando de mayor los había ido adquiriendo siempre creyó que significaban un salto de independencia, de confort o de progreso. Al día siguiente se fijó en las señoras que arrastraban por la calle carritos de compra como los que había visto usar a su madre y por un momento se sintió en el más confuso de los desconciertos, preso de la perplejidad de vivir en un bucle del tiempo.

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