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Bajo consumo

Tú sabes, Cangui, que si al tío abuelo Pedro Mojeda le tocó sufrir como alcalde la rotura del puente romano, que significó cortar la vía con el Condado, fue el tío abuelo Lutgardo, su hermano, quien tendió un «puente» de postes y cables para que la luz llegara a la tribu. Qué significaría aquella «traída» de la luz, Cangui, que contaban los viejos que muchas personas se fueron al Cerro del Alcázar a ver cómo «venía» la luz, como si la luz fuera un encargo de cosario. ¿Qué supondría aquel milagro técnico? ¿Cómo sería la cara de los paisanos, inmersos en la noche de la Nada local, al ver que se encendían las luces, aquella luz ictérica que pondría un pretencioso hilván de filamentos encerrados? Porque más tarde, mucho más tarde, cuando éramos niños, si había casas donde iluminaban más los quinqués que las bombillas, el alumbrado público era una procesión de velas pobres alineándose a lo largo de las calles principales, que otras calles eran boca de lobo cuando el sol las soltaba de sus brazos. Pasaron muchos años hasta que pudimos diferenciar en el lejos de la noche a personas y cosas, que mientras no pusieron un buen alumbrado, las noches eran lubricanes urbanos por donde vagaban sombras anónimas.

Y cuando ya habíamos conseguido que la casa y la calle fueran una feria, de tan iluminadas, viene la voz de autoridad que obliga al ahorro y nos retorna a un tiempo de luces a medio hacer. Lámparas de bajo consumo. Y que alumbran menos, también. Adiós a los focos, a las bombillas de muchos vatios —¿qué harán con el alumbrado de las ferias?—, al día artificial que propicia el abundante alumbrado. Nosotros, que en la noche somos, como tú dices, «animales de media luz», porque nos basta con la del día, ¿tendremos que hacernos a la baja intensidad lumínica a que obliga la disposición de ahorro? ¿Volverán las calles y las casas a parecerse a las de la vieja tribu cuando el tío Lutgardo la trajo de Pilas —invisible luciérnaga funambulista— como el primer día del Génesis? Bombillas de bajo consumo. Y esto sucede en septiembre, cuando al amanecer se le pegan las sábanas y no lo despierta temprano ni el pitido del tren que avisa en los cerros de Los Naharros, y en las tardes, donde el verano defiende sus últimos territorios calientes y el otoño busca su primera cama de agua, la luz se apaga pronto en los olivares cargados. Como si Dios nos impusiera un sol de bajo consumo…

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