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Lorca y Marta

Hay muchos que no quieren que busquen los restos de Federico, que dejen en paz —si es posible— su cuerpo asesinado, descompuesta osamenta echándose mantas de tierra encima para no oír más el paso duro de los matones que, a capricho, hollaban las afueras de los pueblos para sembrar la muerte a voleo de plomo. Sombras asesinas vagan sin paz posible por el sitio donde dicen que torturaron y mataron como a una alimaña a la criatura aquella a la que consideraban hierofante de la poesía. No quieren escarbar la tierra a lo Miguel Hernández con Sijé, «a dentelladas secas y calientes»; quieren muchos que los huesos no compongan ahora, tantos años ya desde entonces, el verdadero epitafio de cómo fue aquella noche en el barranco de Víznar, junto a la Fuente de las Lágrimas. Quizá sea preferible que encuentren los restos del poeta, aunque su hallazgo pueda menoscabar la imagen del mito que yace nadie sabe dónde. Los asesinos no pagaron por tan horrible crimen, y aun se vanagloriaban en la taberna, entre copas y fanfarroneo, de haberlo machacado como a un viborezno. Nada va a solucionarse ya. Ni el poeta será más que eso, un montón de huesos, ni la culpa pagará, porque ya la culpa yace en el cementerio, donde su alma, si alguna vez la tuvo, se removerá buscando el lado del imposible descanso. Pero hace falta ver sus restos para tener su muerte descarnada como sueltas piezas de un ajedrez de imposible jaque a la memoria de quien fue tan grande.

A Marta del Castillo la buscan ahora por los cerros de Camas. Un macabro juego de escondite se traen los trileros de la culpa con el cuerpo de esa pobre muchacha. El río, el basurero, la arboleda… Quizá lleve razón el padre de Marta cuando dice que este caso hubiese sido otro en manos de la Guardia Civil, sin cuestionar el empeño que en tratar de aclararlo habrá puesto la Policía. Pero la Guardia Civil es la Guardia Civil. Hace falta escarbar donde sea, como sea —y ojalá, a los que señalan, pudieran obligarlos a ir por delante escarbando—, no ya tanto por que los culpables paguen por la «acusación» de esa voz callada del cuerpo del delito sino porque la pena necesita algo tangible, no puede cumplir años y años sin saber dónde está lo que tanto le duele. Es peor la pena ciega. Y esa pena, más que ver cómo se pudren en la cárcel los asesinos, necesita ver, antes de que se pudra bajo tierra, lo que esos asesinos han dejado de su hija.

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