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Silvana y Cicciolina

Una semana haciendo planes con los amigos, Cangui, para ir a Sevilla, al Cine Trajano, a la última función, cuando la ciudad se quedaba en blanco y negro y muy cerca de allí, en la Alameda, donde la carne se ofrecía como un mercado de casatiendas, las insinuaciones de las meretrices que pregonaban con siseos sombras de desnudo alquiler y permanganato. Fuimos, Cangui, como quien va a cazar de noche su primer pecado mortal prohibido. Ya sabes que mi adolescencia se quedó allí, en aquella pantalla que ya para siempre sería un arrozal enfangado donde me robaron la imposible novia. Dejé en Silvana todos los deseos y toda la ternura que llevaba en los agujereados bolsillos de la edad. Silvana bailando, en el río, en el alféizar de la ventana, en pantalón corto y con medias negras en el fango, subiendo las escaleras hacia su último cielo, y muerta y sepultada bajo granos de arroz.

Cuando llegó el vídeo, busqué la película por todas partes, como los programas de mano, como cualquier detalle de aquel «Arroz amargo» en el que sigue aquel muchacho, sin salir de la sala Trajano, de aquella función, sin resignarse a perderla, tan bella, tan hermosa, tan imposiblemente mía, mientras la lluvia trata inútilmente de borrar las imágenes. Siempre que paso por la calle donde estaba el cine vuelvo a sacar entrada mirando a todos lados, no fueran a verme, como si en la intención se marcaran las señas de deseo que me llevó a verla, sin saber todavía que entraba en aquella sala muchacho apenas sin novia y saldría viudo de esperanza. Viene a Sevilla, a un festival porno que tiene por nombre Eros, Cicciolina. No iría por nada del mundo, Cangui, con independencia de si sería o no de mi agrado. No iría porque el Eros que a mí me representa no está ni en el desnudo total ni en las posturas de cine de sexo fuerte. No. Mi Eros está en aquella insinuación, en aquel sí pero no de los muslos de Silvana, en aquella pícara inocencia de la romana que me envolvió para siempre en una noche de invierno mientras nos miraban, sin vernos, doscientas personas. No, Cangui, Cicciolina es otra cosa, no tiene nada que ver —absolutamente nada— con Silvana. Cicciolina no me deja delante el arrozal de la imaginación, la última posibilidad de desnudarla del todo, porque ofrece su desnudo y sus juegos de sexo. Me quedo con Silvana, tratando de devolverla a la vida besándole los labios mojados de la lluvia…

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