Miércoles , 04-11-09
EL peor de los sistemas políticos. Si exceptuamos a todos los otros. No hay más modo de definir la democracia. La política es un mal. Siempre. Y, a finales del siglo XVIII, las escasas sociedades civilizadas del planeta maquinaron ese modo de atenuar la potencia homicida del Estado. Duró dos siglos. Sin extender demasiado su área de influencia: los Estados Unidos, que la inventaron en 1776; Europa, que la adoptó a partir de 1789; alguna ex colonia británica... Y se acabó. El resto del mundo es hoy tan ajeno a ese refinamiento cuanto lo fuera el hombre de las cavernas. Basta hacer un catálogo de los monstruos que se sientan en la ONU: jamás en la historia de la especie humana tanto asesino gozó de tantos privilegios. Ha sido un lujo ese pésimo sistema, el menos pésimo. Un lujo que se muere.
No hablo de España, desde luego: aquí la democracia no ha sido más que un acto escénico. La democracia en Europa es hoy la carcasa de un dinosaurio fósil. Yo sospecho que es así desde 1914: la Gran Guerra no fue la convencional contienda que exhiben los engañosos manuales; un horrible desgarro civil nació en sus trincheras; la certeza de que todos los ideales de convivencia habían sido asesinados, la certeza de que nunca más las convenciones, sobre las cuales la vida social se hacía tolerable, volverían a tener peso verídico. Basta leer al atroz Céline del Viaje al fondo de la noche, para percibir esa tentación de masacre que se estaba abriendo paso; basta leer al Freud más grande, para entender su trama microscópica: rota la red protectora de la ilusión en cultura y progreso, a Europa no le queda más que esa fascinación que pone siempre el destruirse. La imagen del Titanic que zozobra en su indolencia, ha sido, desde que Paul Valéry la formulara en 1919, el retrato fiel de un continente que de sus grandes ideales de democracia no conserva más que una bien fogueada retórica. Hasta llegar a este apoteosis del despotismo político exento de controles ciudadanos que es la Comisión de Bruselas. Hasta llegar a la aberración formal de tratar de erigir una Constitución europea sin sujeto constituyente: una carta de crédito infinito para la hambrienta casta de los que gobiernan.
De España, en esta historia, da una esencial vergüenza hablar. Aquí no hemos pasado por aquel siglo y medio de tensa primacía ciudadana que define los tiempos europeos más brillantes. Entramos en la democracia tarde -cuando ya se disolvía en todo el continente- y por la puerta falsa. Llamar democrática a la Constitución de 1978 era un exceso de euforia. Comprensible. Llamar democrático a lo que ha venido luego, es, sin más, una locura. Salimos de la dictadura; lo cual fue estupendo. Entramos en un régimen de partidos; lo cual no lo fue tanto. Nos resignamos. Al fin es perdonable, viniendo de donde veníamos. Pero hemos llegado al límite. Nada de lo que define una democracia funciona aquí. Un puñado de próceres, con los hilos y finanzas de esas redes de empleo llamadas partidos en sus manos, deciden acerca de todo sin el menor freno de control ciudadano. Dirigen Cajas, nombran jueces, deciden qué es cultura subvencionando a amigos y bufones, roban, sangran sin piedad los ingresos de quienes deben pagarles sueldo y prebendas, hacen correr dinero negro en dimensiones que ninguna red delictiva se atrevería a gestionar... En suma, nos arruinan y nos humillan. Lo aceptamos. Estamos tan entontecidos por su propaganda, que ni nos atrevemos ya a blasfemar en el silencio de nuestras casas. Ni a maldecirlos. Ni a odiarlos. Somos ya los perfectos siervos. Voluntarios y encantados. Si a esto llaman democracia...

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