Martes , 16-02-10
ES fama que Aznar y el Rey mantuvieron durante el aznarato una sintonía muy mejorable y a menudo salpicada de ciertos desencuentros sobre el papel de la Corona en política exterior, que el antiguo presidente embridaba con excesivo celo. Pero la relación, no siempre cómoda, se atuvo en todo momento al principio de una lealtad incombustible. En cierta ocasión el monarca preguntó a su primer ministro si atisbaba en el futuro político del país algún peligro para la Monarquía; eran tiempos aún lejanos del rebrote antiborbónico del separatismo catalán, con sus aquelarres incendiarios de efigies coronadas, o de los coqueteos del zapaterismo con la tradición republicana, de modo que al escuchar una respuesta afirmativa el soberano quiso saber de dónde provendría la supuesta amenaza. Fiel a su seco talante, Aznar no se anduvo por las ramas.
-De la derecha, Señor.
El áspero diagnóstico aznarista apuntaba con tino certero -quién podía saberlo con más conocimiento de causa- a ese miope instinto de cierto rancio conservadurismo español que desde la Transición desconfía de la figura que trajo la democracia. Hay en nuestra derecha un sector visceral y exaltado que tiene poco asimilados algunos preceptos constitucionales porque se compadecen mal con su fragor sectario; confunde favoritismo con neutralidad e intervención con arbitraje, y tiende a irritarse cuando el Jefe del Estado otorga a los Gobiernos de izquierda el rango institucional que merecen como legítimos depositarios de la voluntad ciudadana. Falto de visión histórica y estratégica, este imprudente -en el mejor de los casos, tibio- desapego conservador hacia la función de quien de modo más nítido representa la estabilidad y cohesión del Estado actúa como eficaz cómplice involuntario de los que pretenden socavarla.
El alboroto formado por la iniciativa de Don Juan Carlos en torno a un acuerdo social contra la crisis es por ahora el último episodio de esta insensata pulsión autodestructiva. El Rey no sólo ha hecho lo que tenía que hacer, ateniéndose a la Constitución y al sentido común, sino que ha desnudado las carencias de una mediocre clase política enfrascada en la refriega partidista y la obcecación ideológica. Como señalaba ayer en su Tercera el profesor González Trevijano, lo que ha pedido el monarca -un compromiso de la dirigencia pública ante una emergencia nacional- no sólo no constituye una extralimitación de funciones sino que casi es lo mínimo que cabría exigir a su responsabilidad de Estado, que no puede permanecer impasible ante el deterioro y quiebra de una sociedad asfixiada. Es la política convencional la que ha fallado al ofuscarse en su bronca, y la que volverá a fallar si ese pacto resulta, como parece, imposible por mutuas culpas de líneas rojas y/o egoísmos tácticos. Mala táctica y peor estrategia es la que renuncia a un acuerdo y pretende ofrecerse como una esperanza.

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