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Mortaja

Siete Dolores. Septenario para rendirle culto a las siete letras de la palabra que a todos nos espera. Juntamos pañales y mortaja, siete contra siete, la vida contra la muerte en las presentes sucesiones de difunto que entrevió Quevedo: siete letras en su nombre de poeta definitivo, barroco, inalcanzable. Hay poetas que marcan y hay cofradías que nos dejan una huella indeleble en la memoria. Quien ha visto la entrada de la Mortaja en el compás del antiguo convento de la Paz no podrá olvidarlo jamás. Primero suenan las esquilas del muñidor, desafinadas como el momento que recrea: Dios ha desaparecido del mundo por un instante.

Junto a la música breve y fúnebre, ese farol de cruz de guía que porta el amigo de quien se fue de este mundo antes de tiempo. Testigo de luz. Amistad más allá de la muerte. Nazarenos de luto y morado, de negro y penitencia. Oscuridad sólo rota por la luna y por los candelabros de guardabrisas. La pupila se dilata hasta el extremo. Sólo se oye el sonido en sombra del pertiguero cuando manda que se alcen los dieciocho ciriales. El resto es silencio.

Al poeta Joaquín Caro Romero, que ve el cortejo desde la puerta de su casa cuando va de ida al túmulo gótico de la Catedral, le debemos una de las mejores definiciones de la Semana Santa: la vida es una semana. Cuando contemplamos este paso que es el reverso del misterio de Belén comprendemos que lo contrario es dolorosamente cierto. Por eso hay que vivir. Porque la vida es una semana. Y la muerte, también.

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