Lunes , 05-04-10
QUIEN todavía sepa un poco de historia no habrá podido evitar un escalofrío al leer que los musulmanes que irrumpieron el pasado miércoles en la catedral de Córdoba procedían de Viena. Varias fueron las ocasiones en que la invasión musulmana trató de conquistar Viena, sometiéndola a sitio; y varias las ocasiones en que fue repelida por la liga de las naciones cristianas, en 1532 comandadas por Carlos V. Desde entonces ha pasado mucha agua debajo de los puentes; y la capital del Sacro Imperio Romano Germánico ha dejado de ser obstáculo (katéjon, que diría San Pablo a los tesalonicenses: tal vez alguna de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan entienda esta alusión) a la invasión musulmana, para convertirse en puerta franca y expedita. «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro», escribió en cierta ocasión Will Durant, sintetizando una enseñanza implacable de la historia.
Y a esa misma enseñanza se acoge hoy la invasión musulmana de Europa. En su muy recomendable y vitriólico libro, Islam, visión crítica (Rambla Ediciones, Madrid, 2010), Enrique de Diego recoge una estremecedora cita del dirigente libio Gadafi: «Hay signos de que Alá garantizará la victoria islámica sin espadas, sin pistolas, sin conquista. No necesitamos terroristas, ni suicidas. Los más de cincuenta millones de musulmanes que hay en Europa lo convertirán en un continente musulmán en pocas décadas». Esta victoria islámica profetizada por Gadafi se está produciendo ya, señala Enrique de Diego, ante nuestros ojos: mientras Europa se entrega a un arrebato autodestructivo -estancamiento demográfico, extensión de la «cultura de la muerte», disolución de los vínculos familiares, promoción del feminismo radical y de la homosexualidad-, los musulmanes procrean con un vigor inusitado. Y, en medio de este arrebato autodestructivo, nos tropezamos con un fenómeno paradójico: a la vez que promueve la descristianización de Europa, el progresismo europeo -con el socialismo zapateril y su merengosa Alianza de las Civilizaciones a la cabeza- fomenta la expansión islámica. ¿A qué se debe esta actitud suicida? Enrique de Diego lo sintetiza con su habitual y expeditiva clarividencia: se ha establecido una «alianza frente al enemigo común», que no es otro sino el cristianismo y, más específicamente, la Iglesia católica; y a esa alianza táctica de dos fuerzas aparentemente antípodas la sostiene el «odio común a Occidente», añade Diego. O más específicamente, me atrevería a añadir, al sustrato religioso y cultural que hizo posible Occidente.
A nadie en su sano juicio se le escapa que los musulmanes austriacos que irrumpieron en la catedral de Córdoba no pretendían en realidad rezar allí. Ningún seguidor del Corán lo haría en un templo donde se consagran el pan y el vino, pues la mera idea de que Dios se pueda hacer presente en especies comestibles la reputa blasfema; tampoco lo haría en un templo que albergue representaciones iconográficas de Dios, que la fe musulmana tacha de sacrílegas. Para que un musulmán pudiera rezar en un templo católico primero tendría que producirse su execración y vaciamiento, la «abominación de la desolación» de la que hablaba el profeta Daniel; y si estos musulmanes austriacos se atrevieron a ensayar una pantomima de rezo en la catedral de Córdoba, venciendo la repugnancia que les provoca el culto que allí se celebra, es porque quisieron poner a prueba las contradicciones de una civilización debilitada a la que ven destruirse desde dentro, a la que esperan dar el golpe de gracia definitivo en unas pocas décadas. Sin espadas, sin pistolas, sin conquista: mediante la pura y simple pujanza demográfica.
www.juanmanueldeprada.com

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