Lunes , 10-05-10
LA aparición de una biografía de Carmen Laforet, «Una mujer en fuga», escrita por Anna Caballé e Israel Rolón, vuelve a exponer a los reflectores de la curiosidad pública uno de los enigmas más apasionantes de nuestra literatura. ¿Qué cataclismo interior conduce a un escritor a guardar silencio? ¿Cómo se explica que una vocación creativa se agoste hasta la consunción, incluso hasta el rechazo de la propia vocación, como parece que le ocurrió a Carmen Laforet en el último tramo de su vida? Durante años, he buscado en los libros de la autora respuesta a estas preguntas. Y aunque esa respuesta nunca ha sido concluyente, he creído entrever -mediante vislumbres, casi mediante adivinaciones- el sentido de una renuncia en la que se explica la naturaleza dolorosa del misterio creativo.
Carmen Laforet era una escritora que se alimentaba casi exclusivamente de su mundo interior; pertenecía, pues, a la categoría más pura de artista, también la más incomprendida en una época en la que el arte -cada vez más devaluado- se alimenta de impresiones externas. Siempre se ha destacado que Carmen Laforet era una escritora huidiza, celosa de su soledad; y se corre el riesgo de confundir este numantinismo de la intimidad con una suerte de actitud desdeñosa o esnob. Pero sospecho que Carmen Laforet nada tenía de desdeñosa o esnob; necesitaba cultivar ese jardín íntimo para poder respirar, para poder vivir, para poder seguir escribiendo. Sólo que, al escribir, se dejaba jirones de alma en cada página; y al exponer esos jirones de alma en cada página le ocurría como al Príncipe Feliz de Oscar Wilde: se iba quedando desnuda y aterida frente a la intemperie, su sensibilidad en carne viva se iba quebrando, arañada por las heladas de una realidad opresiva y arisca. Hasta que al fin se quebró su resistencia; y el silencio fue entonces su morada.
«Cuando Dios le entrega a uno un don -escribió Truman Capote- también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse». Carmen Laforet recibió el don de mostrar con palabras su riquísimo y delicado mundo interior; un mundo interior en constante pugna agónica con el mundo, deseoso de refugiarse del tráfago circundante, deseoso de refrescarse en el venero de una búsqueda espiritual. Pero ese don infrecuente, que le permitía ver el mundo con una penetración que asusta, le fue entregado con un látigo; y la escritora que hizo de su vocación una radical búsqueda de otra vida más plena no tardó en enfrentarse a las plurales desolaciones que afligen al artista cuando su delicado mundo interior se confronta con una realidad que dificulta la consecución de sus anhelos. La misión del artista, del verdadero artista, es siempre una misión dolorosa, porque parte de un fondo de dolor más o menos anestesiado; y cuanto más exigente es su afán por dilucidar la naturaleza de ese dolor -nostalgia, tal vez, de un paraíso perdido-, más se desvanece el efecto de la anestesia. Al final, el artista verdadero alcanza el meollo de su dolor; y entonces sólo le resta abrazarse a él, fundirse con él, algo sobrehumano que se resuelve en misticismo o en desesperación.
En la búsqueda literaria de Carmen Laforet está siempre presente ese abrazo sobrehumano con el dolor; abrazo que en sus primeras obras se resuelve en angustia existencial, y más tarde -sobre todo en La mujer nueva- en misticismo y deseo de una vida más plena. En su gesto irrevocable y enigmático de colgar la pluma siempre he creído escuchar el eco de un corazón quebrado que busca en la muerte -en la vida más plena- la morada eterna de los sueños, el fin de una búsqueda espiritual en la que se había dejado los jirones de su alma. Y quiero pensar que en esa morada eterna los jirones de su alma habrán hallado, al fin, el bálsamo que los restaña.
www.juanmanueldeprada.com

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