Miércoles , 02-06-10
NO existen tantos lugares en el mundo en los cuales gobierne una organización terrorista. Sucede en Gaza. Sin hipérbole, sin metáfora; en seca literalidad. Hamás no es ya un grupo terrorista. Es un Estado terrorista. En buena parte, financiado por la alucinada caridad de una Europa que sabe lo sencillo que es, en cualquier mercado opaco, hacer el trueque de ayuda humanitaria por armas.
Pocas tierras como la España reciente debieran entender eso. Cuando el 11 de marzo de 2004 cuatro trenes de cercanías madrileños fueron reventados con cientos de pasajeros dentro, no hubo un solo corresponsal internacional al cual sorprendiese el estilo. Era el procedimiento de Hamás. Durante años, fue puesto a prueba en territorio israelí. La rutina era idéntica: un autobús atestado de pasajeros que iban al trabajo o que de él volvían; un hombre o mujer de Hamás; y el estallido. Para el terrorista islámico no existen inocentes: todo aquel que no está del lado que el Libro dictado por Dios a su Profeta impone, merece el exterminio. El yihadista sólo ejecuta; pero quien mata es el Dios a cuya potestad no puede ser opuesto obstáculo. Sura VIII, 17: «No sois vosotros, es Dios quien les da muerte».
Hamás nació para dar cuerpo ese mandato sagrado. Y, desde su Carta Fundacional, en 1988, la aniquilación de Israel es su dogma básico. Así lo proclama el exergo del «mártir Asan al-Banna», en el cual se profetiza que «Israel seguirá existiendo sólo hasta que el Islam lo aniquile como antes aniquiló a los otros». Así lo consagra su condición de Waqf (don que Dios otorga al musulmán para siempre). Artículo 11: «El Movimiento de Resistencia Islámica considera que la tierra de Palestina es un Waqf islámico consagrado a las futuras generaciones musulmanas hasta el Día del Juicio. Ni ella, ni ninguna parte de ella, se puede dilapidar; ni a ella, ni a ninguna parte de ella, se puede renunciar. Ni un solo país árabe ni todos los países árabes, ni ningún rey o presidente, ni todos los reyes y presidentes, ni ninguna organización ni todas ellas, sean palestinas o árabes, tienen derecho a hacerlo. Palestina es un territorio Waqf islámico consagrado a las generaciones musulmanas hasta el Día del Juicio».
La estrategia del martirio tiene dimensión triple. Martirio, en primer lugar, del guerrero que ofrece su vida al Dios al cual solo esa vida pertenece. Martirio, igualmente lógico, de los sacrílegos que al Dios se oponen: tal, el proyecto atómico de un Irán consagrado a su misión de borrar a Israel del mapa. Hay un tercer modelo de martirio. Más sutil, más perverso. El de los necios infieles que cargan con la pesarosa culpa de haber nacido en países libres y ricos. Es la operación perfecta. Sale, por un lado, gratis en sangre creyente. Y pone, como escudo humano del terrorismo más regresivo, a los hijos progresistas de las democracias europeas. Nadie puede esperar reparo alguno a hacer eso, por parte de la misma gente que usó a sus propios críos como sacos terreros en la Intifada.
En el año 1975, Franco estaba muriendo y España se enfrentaba a su mayor envite. Un claro descendiente del Profeta entendió cómo sacar partido de lo frágil. Muchedumbres de civiles fueron lanzadas a ocupar el Sahara. Detrás, estaban los fusiles marroquíes. Pero no se veían. Ganó el Sultán. Vendimos a los saharauis. Y el ejército español fue sometido, por decisión de su gobierno, a la humillación más grande de su historia reciente. Israel defiende su territorio. Por tierra y por mar. No tiene otro. O combate o muere. Es la diferencia. Y no carece de lógica que nos dé tanta envidia. Y que lo odiemos tanto.

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