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Carmen Laforet

«La vida de nuestra autora fue un “camino de perfección” como el de Teresa: de purificación, de noche oscura y de desierto. Desde el comienzo fue consciente de que el nuevo camino sería largo y áspero»

POR OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL

Es un tópico situar el inicio del renacimiento narrativo de la posguerra civil en estos tres libros: Pascual Duarte, de C. J. Cela (1942); Mariona Rebull, de I. Agustí (1944), y Nada, de C. Laforet (1945). El éxito casi mítico de esta última novela, cuyo título es tan trasparente como enigmático, creó unas expectativas y medidas para la obra posterior de la autora, que se convirtieron en filtro y freno para una valoración justa. Muerta en 2004, Carmen Laforet ha vuelto a primer plano de actualidad por la reedición de La mujer nueva (2003), Carta a Don Juan. Cuentos completos (2007), Siete novelas cortas(2010), a la vez que por las aportaciones autobiográficas de su hija Cristina, «Música blanca» (2009), filial memoria y agradecida apropiación del legado de su madre. Actualidad de Carmen Laforet acrecentada por la biografía que A. Caballé e I. Rolón le han dedicado (2010), tan extensa, tan minuciosa, tan rica de datos y fuentes, pero no convincente en ciertos puntos clave y con interpretaciones sorprendentes. Los hijos de la novelista «tampoco comparten el resultado final», confiesan los propios autores.

El destino de Carmen Laforet está atravesado por cuatro o cinco lanzas que configuran su personalidad. Una de ellas fue su encuentro con Dios, al que sigue una conversión y trasformación de vida, que relata en La mujer nueva: historia de gracia, de pecado, de retorno. Cuando se pasa de la forma al contenido, de la descripción de situaciones a la inmersión en realidades que trascienden la espuma de cada día, casi todos coinciden en que es su obra más compleja, más rica y a la vez con las páginas mejor escritas. A ella traspone la autora lo que ha sido su camino personal en el encuentro con Dios, del que ha derivado el encuentro a fondo consigo misma y la reconstrucción de su inserción en la existencia. Como todas las demás obras, está amasada con la levadura o sustancia de la propia vida, aun cuando ella repita obsesivamente que ninguno de sus escritos son autobiográficos.

La segunda parte de novela describe la experiencia, que le sobreviene a Paulina Goya viniendo en tren desde Ponferrada hasta Madrid: Dios se hizo real presencia, suprema luz, veraz amor ante ella. Hay realidades de las que quien las vivencia apenas puede hablar y, sin embargo, se ve obligado a balbucear; por un lado, a mantenerlas en el más secreto rincón del alma como don sorprendente, pero a la vez a comunicarlas al prójimo porque si no fueran comunicables no serían reales. Saben también que todo lo que digan puede ser rechazado por los demás, considerándolo fruto de la sublimación, del engaño que todos nos inferimos a nosotros mismos, de turbios deseos reprimidos de pasión y placer que todos llevamos dentro. En esa línea van algunas de las hipótesis de los biógrafos aludidos.

Para quienes la han vivido, esa presencia de Dios es trasparente. Aun cuando no sea verificable con pruebas materiales, es lo más real, sanador y santificador que les ha acontecido. Es una vida nueva, y de ella a la anterior vida ven tanta distancia como de la vida animal a la vida humana. Al hablar de ella, forcejeando con las palabras, testimoniando y no argumentando, esos hombres y mujeres como San Agustín en sus Confesiones, Teresa de Jesús en su Viday tantos otros, han abierto veneros hacia manantiales antes insospechados del ser humano. Laforet leyó a conversos tan distintos entre sí como Eva Lavalière, Edith Stein, Carlos de Foucauld.

La conversión le es a un hombre lo que el rayo es a un árbol: cayendo sobre él lo descuaja hasta la raíz. Y pasarán años hasta que recobre jugo y savia, y se yerga enhiesto. Así le ocurre al hombre converso con la fulminación por la gracia: pierde la estructura anterior y necesitará años para construir la nueva figura personal en el orden intelectual, psicológico y moral. ¿Quién acompañó a Carmen en este proceso, qué libros leyó, qué modelos tuvo para su nueva existencia? El año de su conversión, 1951, comenzaban las Conversaciones de Intelectuales católicos de Gredos (Ávila), que duraron unos veinte años, en las que participaron las personalidades más liberales, avizoras y lúcidas de España en ese momento, desde P. Laín Entralgo, J. L. Aranguren, J. Rof Carballo y J. Marías a J. M. Castellet, Dámaso Alonso y los poetas L. F. Vivanco, L. Rosales, J. A. Muñoz Rojas… El alma de ellas era un sacerdote abulense: Alfonso Querejazu.

Una personalidad, que no participó en ellas pero muy amigo de su animador don Alfonso Querejazu, fue don Joaquín Garrigues, el catedrático de la Complutense y padre del Derecho Mercantil. Por sorprendente que les parezca a sus alumnos, él organizaba Ejercicios Espirituales en Madrid para abogados, notarios, corredores de bolsa, profesores… y traía a don Alfonso desde Ávila para darlos. Lo mismo hacía para señoras: entre las participantes en esos Ejercicios estaba Carmen Laforet. La descripción que ella hace de la Casa donde se celebraban corresponde a la de Las Misioneras Seculares con las que don Alfonso tenía amistad. De esto he hablado en A .Querejazu-Joaquín Garrigues, Correspondencia y Escritos 1954-1974(Madrid 2000).

Ávila y Santa Teresa fueron presencia permanente en su vida desde los días de bachillerato cuando elige como libro decisivo para ella Las Moradas y da las razones de esa elección, hasta los de su conversión, el trato con las Carmelitas Descalzas, Julia la criada que lleva-salva su casa, exponente admirable de la reciedumbre castellana limpia y rigurosa; los lugares de sus vacaciones (Arenas de San Pedro, Las Navas del Marqués), hasta los últimos días de su vida, cuando la acompaña un joven sacerdote abulense también de nombre Alfonso. La vida de nuestra autora fue un «camino de perfección» como el de Teresa: de purificación, de noche oscura y de desierto. Desde el comienzo fue consciente de que el nuevo camino sería largo y áspero. Esa fue la historia de los santos: los días finales de Teresa de Lisieux, la agonía de Blanca de la Force en Diario de Carmelitasde Bernanos.

¿Qué paso en su vida para no llegar a ser la gran escritora que esas dos novelas presagiaban: ¿Final de la inspiración: ese susto terrible que, atormentado, nos describió Unamuno? ¿Enfermedad? ¿Miedo a no estar a la altura esperada de ella? ¿Noche oscura de una fe vivida serena y silenciosamente hasta el final? ¿Problemas familiares? ¿Percepción de su incapacidad para la obra maestra, prefiriendo el silencio a la chapuza? Sus Novelas cortas, escritas entre 1950-1955, son un exponente admirable de humanidad humilde, de nitidez cristiana, de verdad carente de cualquier egoísmo. ¡Qué ternura, casi veneración para con «la femme pauvre» (L. Bloy): las madres, maestras, amas de casa, beatas… a las que antes había despreciado. Esta mirada nueva a la realidad era fruto de su conversión: «momento espiritual que desmoronaba todas las protecciones y diques de mesura intelectual que habían sido naturales a su manera de ser». La obra de Laforet es en consecuencia un signo de libertad y rebeldía. En este sentido reciben hoy una sorprendente actualidad sus palabras:

«Una rebeldía de signo positivo, contraria en todo a lo que nos hemos acostumbrado a llamar con esta palabra, y que paradójicamente es ya el camino fácil y académico, el camino envejecido por más de cincuenta años de trilla, de demoler valores carcomidos… Esta demolición se sigue haciendo invariablemente en nombre de una “Rebeldía” que consiste en halagar en todo el instinto que ya se tiene bien preconcebido de lo “rebelde”, en pulverizar lo que ya está pulverizado por otro… No cuesta mucho convertir en polvo lo que ya es polvo. Cuesta, sí, donde sólo se ve esta ruina, ayudar a descubrir unos cimientos y echar en ellos algo que dentro de toda su modestia pueda servir junto con otras cosas mucho más importantes a levantar un edificio nuevo».

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