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bienal de flamenco

Poveda, Historia viva del cante

«Ole, Miguel. Ole otra vez porque no se puede cantar mejor. Ni más amplio...»

Poveda, Historia viva del cante FELIPE GUZMÁN

ALBERTO GARCÍA REYES

Ole. Antes que nada, ole, Miguel. Porque has abierto el cerrojo de la puerta grande del cante majándote en los medios. Y ahora vamos a escuchar. Vamos a ver si la gente se entera. Ole, Miguel. Ole otra vez porque no se puede cantar mejor. Ni más amplio. Mira que empezó la cosa rara. Con la voz mate. El grito rozado. De tensión o de miedo. De lo que fuera. La toná liviana mairenera era lastimera, pero no crucial. La llamada a los gitanos de la cabra Mariana, el tiento ligero, puso a a la gente en las caravanas calés de aquellos perseguidos. Y el enlace con el «Yo vengo de Hungría» de la mariana y el «De Hungría yo vine ayer» de la soleá de Rosalía de Triana vino a confirmar que la cosa no iba de ojana. Que ahí había chicharrones. Porque no puede dar coba quien se acuerda del pregón de la alhucema de La Perrata y de las uvitas negras de Los Palacios de Caracol. Pero la queja brutal de sus entrañas no había reventado aún. En la caña y el polo, con ayeos nuevos alejados de la última creación de Morente, se empezó a atisbar el ciclón. Y entonces vino la soleá petenera. En ese recorrido viejo desde Tobalo a Pepe el de la Matrona, cuando Miguel ya había logrado salir del burladero del pavor, comenzó la verdadera historia de esta cita histórica. Ahí se cuajó. Justo cuando en el repaso inmensurable que le dio a los hitos del cante se avino a lo colectivo. A la petenera folclórica veracruzana. Poveda rebuscó en las inmensidades de la cultura popular para hallarse a sí mismo, en su totalidad, cuando se acordó de Medina el Viejo y luego de la Niña de los Peines en esos cantes de muerte. Quisiera yo renegar... de ese desborde de afinación, sensibilidad, gusto y conocimiento. Porque este tío lo tiene todo.

Se arrimó a Málaga ayudado por la suite de su paisano Albéniz —cuánto le deben los clásicos al flamenco— y le puso los puntos sobre las íes a la malagueña de la Peñaranda. Y al cante de la Jabera que narró Estébanez Calderón cuando los románticos hacían las primeras crónicas jondas. Y eso lo enlazó con el taranto tétrico de Manuel Torre, el gitano al que Lorca le escuchó «soníos negros» y le apodó el «Acabarreuniones», que es el título que ahora hereda el gachó de Badalona. Que no es gitano ni andaluz. Ni falta que le hace. Es cantaor. Pues sólo un cantaor con todas las letras se puede pegar el homenaje por bulerías que se pegó Miguel desde Jerez, buscando sobre todo querencias de la Plazuela, hasta Lebrija, donde abrió la lata de los Peña en un romanceo estremecedor. Pero vamos a pararnos en Utrera un poquito. Cómo ha sabido empaparse este catalán de los tuétanos de su cante. Con el soniquete lento de Perrate y la vanguardia rumbera de Bambino. No me des guerra, Miguel. Que no tengo capacidad para explicar lo que quiero decir ahora. Así que voy a recurrir a una frase de Bernarda. «Hoy hay muchos cantaores y muy pocos artistas». Ea, pues en la gracia de su tocayo, bambineando, le explicó Poveda al mundo que él es uno de los elegidos. Que es un animal del escenario y un coloso de la interpretación. Que sabe de esto más que quienes están tan empeñados en enseñarle. Y que va a marcar un tiempo en el flamenco que va a llevar su marchamo.

Hay que ser un bicho para engarzar la rumba de Utrera con el cuplé por bulerías de Fernanda y Bernarda antes de meterse en la copla con orquesta. El que tenga valor que se lo reproche. A ver si vamos enterándonos de que esos atrevimientos los tuvieron quienes hoy son nuestros clásicos. Y Miguel Poveda León los alberga a todos en sus tripas. A Toronjo en el mano a mano por Huelva con Sandra Carrasco y en la trilla de Alosno. Y a todos aquéllos con los que se quita el sombrero. Qué pasaje el de los sombreros. Gloria a la ópera flamenca con Mairena dentro. A pelo. Sin guitarra. El cantaor acordándose del de los Alcores cuando le colocan las alas anchas de Córdoba. Era trianera y se llamaba Carmen. Y cuando el negro sombrero se tiñe de gris, la ida y vuelta sabrosona de Valderrama. Sin detenerse. Hilvanando un cante con otro. Y después la gorra de la guajira de Marchena. Y la silla y el bastón de Antonio Chacón. Por quién doblan las campanas. ¿Por quién van a doblar? Chaqueta al hombro. Caracol en su zambra carcelera. Gafas de ciego. Porrinas por tangos de Extremadura. Mascota. Vallejo por vidalitas robadas a Gardel. Que el tango porteño también cabe.

Cabe todo. La guía de teléfonos por bulerías. Triana de Albéniz y los tangos del Titi de la Cava. La polémica de Mairena frente a Marchena por soleá. Miguel cantó la de los dos, que es la misma. La que Antonio atribuía al gitano Charamusco y la que Pepe otorgaba al gachó José Yllanda. ¿Queda claro? No hay disputas. Ambos eran unos genios. En fin, vamos a la seguiriya. Juro por mis entretelas que no le había visto cantar así antes. Se dejó la última gota de sangre para terminar de exhibir sus infinitos registros. Y ya llevaba dos horas de proferta a sus espaldas. Festejó la Maestranza con sus alfileres de colores. Se dio una alegría de Cai. Y antes de la intimidad con Amargós se invistió como leyenda del tiempo. No olvidemos una cosa: el último cantaor que llenó una plaza de toros fue Camarón. Anoche lo hizo Miguel Poveda, Historia viva del cante. Figura de este tiempo flamenco. Cantaor, artista, aficionado, señor. Ole. Ole porque mientras él se los pone, yo me quito el sombrero de Mairena, Marchena, Valderrama, Vallejo, Farina y Chacón. Y me pongo a sus pies. A decirle otro ole. Ole. Ole. Hasta que se me acaben las fuerzas voy a estar diciéndole ole.

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