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LA VIRTUD Y LA GRACIA

«Federer juega al tenis sin aparente esfuerzo, de victoria sin sudor. Ahora bien, como dijo Hesíodo, “los dioses inmortales han puesto el sudor delante de la excelencia”. Por eso, si Federer es la gracia, Nadal es la virtud. La gracia se acepta, la virtud se admira»

POR JAVIER GOMÁ LANZÓN

IMAGINO la nariz arrugada de todos esos elegantesque contemplan con desdén la aclamación que han recibido últimamente los deportistas españoles, los vítores de júbilo de esa extasiada multitud congregada en aeropuertos, calles, plazas públicas y estadios para celebrar sus proezas. Desde la altura de su elevado concepto de sí mismos, no pueden evitar considerarse ciudadanos de otro mundo, uno más refinado y selecto, más parecido quizá a la antigua Grecia. Y, sin embargo, querido amigo —cabría argüir a uno de esos estetas desdeñosos—, la Grecia clásica, que no constituía un país o un Estado sino que se hallaba compuesta de una pluralidad de polis políticamente autónomas, sólo tenía conciencia de su helenidad por medio de tres lazos que las unían: la lengua, la mitología y… las olimpiadas. De modo que la identidad y la unidad cultural de Grecia descansaban en buena medida en juegos deportivos pan-helénicos. Los vencedores volvían a su patria convertidos en héroes, coronados de

olivo, y sus triunfos eran festejados con himnos de alabanza cantados por coros en el teatro, el ágora o en procesión hacia su casa. Píndaro, el gran poeta de Tebas, presenta a los atletas victoriosos en los juegos como mortales que, gracias a sus éxitos, entran en la luminosidad radiante que habitan los dioses: «Seres efímeros. ¿Qué se es? ¿Qué no se es? / El hombre es el sueño de una sombra. / Mas cuando llega la gloria, regalo de los dioses, / sobre los hombres se derrama un brillante resplandor / y dulce como la miel es su vida»(Pit. VIII, 95-7). No sólo en nuestra actual sociedad de masas sino en todas las épocas de la cultura, incluidas las más excelsas, las hazañas de los atletas han merecido la más alta admiración de sus contemporáneos.

¿Y qué admiramos en ellos? Suele decirse que son un ejemplo para la sociedad, pero aquí conviene distinguir entre ejemplo y ejemplaridad. El ejemplo puede ser positivo o negativo (en este último caso, hablamos de contraejemplo o antiejemplo) mientras que la ejemplaridad es un concepto que denota siempre positividad. Diremos que un ejemplo es ejemplar cuando, si se generalizase al todo social, produciría en él un efecto fecundo, cívico y virtuoso.

El hombre crece entre ejemplos porque se halla, a nativitate, en una red de influencias mutuas. Ya de niño le rodean ejemplos poderosos que contribuyen a formar su yo y, después, cuando se hace adulto y su personalidad está formada, las fuentes que le suministran ejemplos son más plurales y complejas, pero su influencia es tan eficaz como antes. Vivimos, nos movemos y existimos entre ejemplos que imitamos, e incluso cuando queremos ser originales, estamos imitando a alguien que lo fue antes que nosotros.

D Pero la fuerza del ejemplo no sólo estriba en ser un hecho inexorable para el hombre. Además, el ejemplo es la única vía para el conocimiento moral. El conocimiento científico o técnico es conceptual, abstracto y anónimo, mientras que el conocimiento moral sólo se transmite mediante ejemplos personales. La justicia, la magnanimidad o la dignidad no se encierran en la definición que de su concepto enuncian el diccionario, la enciclopedia o el tratado, sino que su verdad se revela exclusivamente en los ejemplos concretos de acciones justas, magnánimas y dignas. De ahí la importancia de los ejemplos para el aprendizaje moral y para la educación sentimental de los ciudadanos, como bien saben los padres, educadores y legisladores de todos los tiempos. De ahí también la especial responsabilidad en que incurren quienes las circunstancias convierten en ejemplos públicos, porque, al ampliarse a toda la comunidad el círculo de su influencia, son fuente principalísima de

moralidad social.

En efecto, determinadas personas, por la posición que ocupan en las instituciones, por el poder que acumulan o por la notoriedad que les conceden los medios de comunicación, asumen una especial proyección pública. Si su conducta no exhibe ninguna forma de virtud generalizable, son sólo ejemplos sin ejemplaridad, meras celebridades provisionales que con la banalidad de sus vidas alimentan por un momento la llama de la curiosidad y del entretenimiento pero que se agotan rápidamente en su insignificancia.

En ocasiones, sin embargo, algunos de esos ejemplos encarnan una excelencia que todos perciben como tal. En ellos, la conjunción de ejemplo, ejemplaridad y público reconocimiento acumula una potencia de transformación social absolutamente extraordinaria.

D Este es el caso de nuestro tenista máximo. Políticos, cantantes, actores y famosos de todo género son reconocidos por la calle y están en la boca de la gente pero la popularidad de que disfruta Rafael Nadal es de otra condición porque nace de la admiración unánime que suscita su persona. Conocemos, sin duda, su fuerza o su habilidad innata para el deporte en el que tanto destaca. Estas cualidades heredadas son hechos de la Naturaleza que, como el arco iris o el coeficiente intelectual, llaman nuestra atención o producen nuestro asombro pero, en sentido estricto, no podemos admirarlas porque no son hijas del mérito. Algo semejante sucede con Federer: su manera de jugar al tenis es un espectáculo de elegancia y belleza, de acierto sin aparente esfuerzo, de victoria sin sudor. Ahora bien, como dijo Hesíodo, «los dioses inmortales han puesto el sudor delante de la excelencia». Por eso, si Federer es la gracia, Nadal es la virtud. La gracia se acepta, la

virtud —la excelencia moral conseguida con trabajo— se admira.

D Y así admiramos en Nadal no tanto los dones que la Naturaleza pródigamente le ha otorgado como el modo ejemplar de trabajar sobre ellos: antes del partido, sus entrenamientos incansables, su voluntad de mejorar, su respeto al rival; durante el partido, su lucha, su determinación indeclinable, su deportividad; y después del partido, su disciplinada paciencia con aficionados y periodistas, sus declaraciones sensatas y realistas sin abandonarse a la ebriedad de un triunfo fabuloso, su autoexigente deseo de seguir entrenando. Tras la victoria el pasado lunes en Nueva York, Píndaro hubiera compuesto en honor al campeón un inspirado epinicio ensalzando su areté—nobleza, dignidad, mesura, reconocimiento del límite, aviso contra la propia insolencia— y comparándolo, con un símil frecuente en sus poemas, al gran Heracles que, tras una vida de sacrificios y trabajos prodigiosos, se elevó hasta alcanzar su apoteosis. Quizá lo más admirable de Nadal no sea esa nueva copa ganada, que

se añade a la colección de las anteriores, sino más bien la discreta y sobria «normalidad» que, en todas las circunstancias, emana su persona y que, por ser socialmente tan poco «normal», tanto contrasta con los estilos de vida hoy dominantes.

En los clubs de tenis se encuentra uno a niños, tutelados severamente por sus padres, que ambicionan parecerse a Nadal sólo para llegar a ser tan ricos y famosos como él: quieren su ejemplo sin su ejemplaridad para que en el mundo todo siga igual. La vulgaridad es redundante, legitimadora del statu quo, en tanto que la virtud es siempre revolucionaria. Nadie que tenga voz pública puede estar hoy tranquilo, porque la excelencia moral que hemos contemplado le interpela y le vincula, y la vulgaridad de su vida es más reprochable que antes. Y una cosa es segura: si el ejemplo de Nadal se generalizara, la sociedad española sería más cívica y más virtuosa; sería, en suma, mejor.

JAVIER GOMÁ LANZÓN ES FILÓSOFO,

AUTOR DE «EJEMPLARIDAD PÚBLICA»

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