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Vargas Llosa declara la guerra a la incultura de autor

En su primera conferencia tras el Nobel arremete contra la herencia del mayo del 68

ANNA GRAU

1 (NUEVA JERSEY)

Mario Vargas Llosa lo advirtió el mismo día que le dieron el premio Nobel: se sabe escritor e intelectual conflictivo y piensa seguirlo siendo, le pese a quien le pese. En su primera conferencia en Princeton tras el Nobel, que fue en español, reivindicó la conciencia de clase cultural y el papel de las élites de las artes y del pensamiento, que no pueden ser abolidas, advirtió, sin dinamitar la libertad y sembrar desigualdades mucho más graves que las que pretendían combatir «los niños bien que hicieron la revolución burguesa del mayo del 68». Para todos ellos, para el deconstructor Jacques Derrida y para el corrosivo Michel Foucault, tuvo Vargas Llosa palabras duras desde la más insobornable incorrección política. El Nobel se pone la incultura divina o chic, la incultura de autor, por montera.

Falso progresismo

Empezó haciendo un repaso a los sucesivos intentos de eliminar las barreras y las jerarquías culturales, con el resultado final de que «ya nadie es inculto ni culto», lo cual calificó de «victoria pírrica». Pues, aun suponiendo que la muerte de la excelencia y del esfuerzo se quisieran justificar por las alegrías del igualitarismo, también ahí sale el tiro por la culata. Vargas Llosa citó un escalofriante documental francés sobre la degradación de la enseñanza secundaria —con detectores de metales a la puerta de los institutos, tomados por las mafias juveniles que intimidan y atacan lo mismo a sus indefensos compañeros que sus acobardados profesores— para lanzar este serio aviso: «La enseñanza pública era el gran logro y el gran orgullo, el gran igualador de oportunidades, y con esto ahora cada vez tiene menos valor, y la enseñanza privada vuelve a preponderar como nunca en la forja de líderes». Más claro, el agua.

El Nobel advirtió de los peligros del falso progresismo, o de aquel que sólo ayuda a progresar al intelectual que lo predica, pero resulta nocivo para la mayoría. Fue particularmente duro con el relativismo cultural y literario de Derrida, pero sobre todo con el libertarismo cruel y acaso egoísta de un Foucault, al que evocó frecuentando los baños de los clubs gay de California cuando ya estaba consumido por el sida, y sin tomar ninguna precaución. Vargas Llosa no llegó tan lejos como James Miller, el polémico biógrafo de Foucault, que le acusó de querer contagiar a otros la terrible enfermedad que le mataría en 1984. Pero sí recordó que Foucault se negaba a reconocer la realidad de este mal, a su juicio «un invento del poder para reprimirle».

Culturas que desaparecen

Este fue el punto más abrasivo de una conferencia que no vaciló en abominar de lo escatológico y de lo punkie ni se arredró a la hora de defender la superioridad de la cultura occidental, la única que a su juicio ha sabido reservar en su seno «espacio para la razón y la autocrítica».

Cuando le preguntaron por las culturas que desaparecen, sea de muerte natural o por la acción de un genocidio, Vargas Llosa admitió que toda cultura menos es una pérdida. Asimismo, alertó contra el peligro de «inyectar falsa vitalidad» en una cultura que ya no tiene salvación, como a su juicio suele hacer el «nacionalismo cultural». ¿Cómo distinguir este de una simple afirmación de lo propio? «Muy sencillo, el primero siempre desconfía de la cultura abierta, de la cultura democrática».

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