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DIAGHILEV. EL IMPULSOR DE LA OBRA DE ARTE TOTAL

«Con él se extinguió un singular y distinguido ruso universal, que no fue propiamente un creador, pero propició los medios para que la creación surgiese y perviviese a través del tiempo merced a las sesenta y ocho producciones que organizó a lo largo de dos décadas»

POR JUAN J. LUNA

DENTRO del programa de exposiciones del Museo Victoria and Albert, de Londres, se despliega esta temporada un proyecto excepcional con el nombre: «Diaghilev y la Edad de Oro de los Ballets Rusos (1909-1929)». Su sorprendente atractivo reside en las piezas seleccionadas: fotografías del protagonista y de sus montajes, así como de escenas colectivas, edificios, calles, grandes figuras de la época (músicos, bailarines, aristócratas, artistas en general); dibujos y pinturas de los más significativos maestros rusos y occidentales como Repin, Goncharova, Gross, Bakst, Gervex, Cocteau, Degas, Picasso, Fokine, Bilibin, Makovsky, Larionov, Knight, Lepape, Benois, Craig o Chirico, entre otros; programas de mano, carteles de propaganda, facturas, invitaciones; un fabuloso compendio de suntuosos atuendos de ópera y ballet, esculturas, etcétera.

Todo gira en torno al personaje y, básicamente, a los últimos veinte años de su vida, cuando se convirtió en una referencia internacional del teatro, partiendo de la Rusia imperial, desvanecida con la caída del régimen zarista, para proyectarse sobre los grandes escenarios de Europa y América y sobre sus respectivas sociedades cultas, relativamente minoritarias pero influyentes. Fue un brillante empresario, exquisito conservador de colecciones, comisario de exposiciones y maestro de la inventiva, siendo a lo largo de su vida un extraordinario animador del mundo artístico. Se encontró siempre a su gusto, dirigiendo la ola de energía creativa que impulsó el modo de representaciones teatrales, en principio conservadoras y después claramente vanguardistas, enmarcadas en la actividad cultural de comienzos del siglo XX, encontrándose perfectamente emplazado para exportar las tradiciones de la Rusia eterna a una Europa occidental ansiosa de novedades, que quedó subyugada por ellas.

Sergei Pavlovich Diaghilev nació en 1872, cerca de Novgorod. Siendo muy niño vivió en San Petersburgo, pero cuando contaba siete años, la familia se trasladó a Perm en donde poseían tierras. En 1890 su padre sufrió una trágica bancarrota; no obstante, en ese año, el joven comenzó sus estudios de Derecho en la capital del imperio, visitó los países europeos occidentales y comenzó a relacionarse con Benois y Tolstoi.

Se graduó en 1894 y en 1898 fundó la revista Mir iskusstva El Mundo del Arte ») que cesaría su publicación en 1904. El título hacía referencia, no solo a la publicación en sí misma, sino también a una especie de habilitación de un escenario en el que debían tener cabida y brillar los nuevos artistas. La hábil conjunción entre ambas intenciones suponía la existencia de un ámbito pensado para la educación del gusto y, a la vez, realzar el espíritu de la estética rusa, decubriéndola y convirtiéndola en objetivo del reconocimiento internacional.

Su primera pasión fue la música y su interés hacia las demás artes se despertó entre 1893 y 1894, cuando se dedicó a adquirir pinturas para colgarlas en su piso de San Petersburgo. De ahí pasaría a escribir artículos de crítica y a organizar muestras artísticas. En 1905, Nicolás II inauguró una exposición creada por Diaghilev, quien en los dos años siguientes presentó tareas similares dedicadas al arte ruso en París, Berlín y Venecia, y colaboró con Rimsky-Korsakov en la organización de conciertos en la Ópera parisiense en 1907. En 1908 produjo un deslumbrante Boris Godunov bajo el mismo techo con los coros del Teatro Bolshoi de Moscú; era el anticipo para mostrar la ópera y el ballet de Rusia, lo que llevaría a cabo en el Teatro del Châtelet, también de París, en 1909. Tan ambiciosas representaciones le causaron sensibles pérdidas económicas pero alcanzó un gran éxito de crítica.

A partir de entonces se iniciaría su formidable desfile de triunfos con el ballet en París, Berlín y Bruselas en 1910, prosiguiendo a Montecarlo, Roma y Londres en 1911. Los años siguientes vieron a la compañía, que se convirtió en permanente, en Europa Central, Sudamérica, Estados Unidos, España... Fueron las dos décadas de los legendarios Ballets Rusos , cuyo mérito estribó en ampliar las fronteras del teatro en particular y de las artes en sentido amplio.

D Muchas de sus más renombradas producciones fueron verdaderas empresas de colaboración entre diversos autores e intérpretes, desde la fantasiosa indumentaria a las novedades de la música y la danza, ejemplos de gesamtlkunstwerk (trabajos de arte unificados) que continúan arrebatando las generaciones actuales de espectadores un siglo después de los estrenos. Siendo el resultado de la cooperación entre los que trabajaban con Diaghilev con los amigos y contactos de éste, tales creaciones conjuntas fueron esenciales para el Modernismo imperante y, más tarde, para la estética del siglo XX: Picasso, Stravinsky, Nijinsky, Karsavina, Kschesinskaya, Tchernicheva, Balanchine, Bakst, Falla, Satie, Bolm, Goncharova, Fokine, Matisse, Chanel, Prokofiev, Gabo, Man Ray, Pevsner, Cocteau, Sokolova, Massine, Lifar, Derain; coreógrafos, bailarines, músicos, escenógrafos, libretistas, decoradores, diseñadores, sastres, bisuteros, pintores, escultores. En relativo poco tiempo, aunando los

esfuerzos de todos, potenciando talentos, corrigiendo excesos, estimulando aptitudes y disciplinando individualidades obtuvo el prodigio de la magistral armonización de coreografía, danza, vestuario, música y pintura. Con ello demostró que el ballet podía constituir una excelsa manifestación artística de primerísimo orden y, lo que contribuía a su eminencia, revestirse de una fascinante calidad, de los decorados a los atuendos.

Diaghilev murió en Venecia el 19 de agosto de 1929 y fue enterrado en el cementerio de San Michele. Con él se extinguió un singular y distinguido ruso universal, que no fue propiamente un creador, pero propició los medios para que la creación surgiese y perviviese a través del tiempo merced a las sesenta y ocho producciones que organizó a lo largo de dos décadas. Los nombres de muchas de ellas han quedado para la Historia: «La siesta de un fauno», «El pájaro de fuego», «El espectro de la rosa», «Las sílfides», «Petrushka», «El sombrero de tres picos», «Parade», «Las bodas»… y son numerosos los grandes artistas de aquel tiempo, aparte de los atrás mencionados, que también se vinculan a su recuerdo, como Miró, Ernst, Juan Gris, Rouault o Braque.

Cuando Diaghilev desapareció, lo hizo a tiempo: tanto los ambientes que había conocido como los sistemas de vida que amaba, y a los que él mismo había contribuido en cierto modo a dar forma, estaban periclitando; el mundo se encaminaba a los devastadores efectos de la crisis financiera de 1929 y a las alteraciones que iban a provocar los ascensos del Fascismo y el Nazismo, que desembocarían inexorablemente en la Segunda Guerra Mundial.

Como resumen cabe decir que Diaghilev consiguió, debido a su incesante labor, pasar del mundo folclórico de Rusia, a las vanguardias, de las tradiciones eslavas al dinamismo de la cultura occidental en una época de cambios y de las ideas ancestrales a los conceptos experimentales, de todo lo cual, levanta acta la citada exposición.

JUAN J. LUNA ES CONSERVADOR DEL

MUSEO DEL PRADO

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