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Epitafio a los pajaritos del alcalde

EL epitafio que Manuel Machado le escribió a Alejandro Sawa es un eco mortuorio de esta Sevilla decrépita. «Jamás hombre más nacido para el placer fue al dolor más derecho». Sawa, criado entre los trazos del Museo, en la calle San Pedro Mártir, en vecindad con los versos cantados de Rafael de León, detuvo el reloj de la ciudad en las luces de bohemia para inspirar a Valle-Inclán en su esperpento. Y todo sigue igual desde entonces. Detenido. No en las horas del gozo de este tiempo de Cuaresma que nos congela las imágenes de la nostalgia para hacer de Sevilla un edén cernudiano. No. Todo está detenido en la verdad de una ciudad moribunda sobre la que el duunvirato de la progresía ha volcado todo su olvido y su desprecio. El verdadero esperpento de estos años de boato está en la imagen de un barrio cualquiera, atenazado por la marginación y la miseria, que representa a la auténtica ciudad detenida. Jamás un hombre más nacido para el placer fue al dolor más derecho. Jamás un

alcalde más hecho a la alharaca fue al desastre con más ahínco. Su progreso, junto con el del otro alcalde, que yo no sé si en puridad ha sido el único, es una falacia que queda retratada en esta imagen que viene a simbolizar el nuevo costumbrismo sevillano. La fastuosidad manirrota de tranvías, peatonalizaciones, vanguardias artísticas de La Encarnación, carriles bici y proteccionismo ecológico es sólo el haz de la tela. Su contrahaz supera con creces toda esta vaharada de logros de un gobierno de progreso que ha parado el reloj del avance allá donde la cámara del turista no alcanza. En los suburbios, hábitat natural de la clase trabajadora para la que tanto presumen de haber gobernado, la realidad está detenida en una foto de penurias y desventuras en la que el tiempo es enemigo del porvenir y el futuro es sinónimo de lo pretérito. Allí donde se tiende en cordeles a la calle los días pasan entre tertulias de naderías y conversaciones de escasez. El único espectáculo al que se puede

asistir es un coche abierto. O un hombre tumbado bajo el automóvil buscando la fuga de aceite. O un chaval sentado sobre un cajón de frutas. Vacío, por supuesto. O un abuelo en babuchas explicando a su nieto que, aunque ha nacido en la capital de Andalucía, vive en el corazón del infortunio.

D Esta imagen de Los Pajaritos se repite todos los días en decenas de calles y plazoletas de esta ciudad que tanto se regodea en su lentitud cuando quiere presumir de su belleza. Pero toda hermosura tiene un envés que, tarde o temprano, consigue dar la cara. Y si los gobernantes del progreso creen haber consagrado su connubio de lujos y ostentaciones en una ciudad que alberga tales decadencias, tal vez necesitan un Machado, Manuel, que les escriba epitafios. Todo el placer que dicen haber construido en la Sevilla oficial no ha sido más que el camino directo al dolor de los suburbios. El alcalde y su socio han tenido muchos pajaritos en la cabeza. Pero no han tenido Los Pajaritos. Ni el Vacie. Ni ninguno de los avernos a los que han sido abocados esos desfavorecidos con los que tanto se les llena la boca. En ese callejón de Sawa está escrito el epitafio mientras Rafael de León les enseña su Romance de Valentía. Jamás un alcalde más nacido para la pomposidad fue al dolor más derecho.

Su progreso de mentira no llega adonde resuenan los versos de Cernuda: «Donde habite el olvido, en los vastos jardines sin aurora».

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