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El último vuelo de Bob Marley

Hace 30 años, el 11 de mayo de 1981, moría el imprescindible músico jamaicano

Día 17/10/2011 - 13.43h

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Le apasionaba el fútbol. Sobre todo los magos del balón de aquella intergaláctica selección de Brasil del 70. En cuanto algo parecido a una pelota se ponía cerca de sus pies allí que iba Bob. En el estudio, antes de los conciertos, en el jardín de su casa, mientras ensayaba. Pero el fútbol iba a ser quien le diera la peor patada de su vida, una entrada alevosa que acabaría por costarle su existencia. Estaba en Inglaterra y jugando una pachanguita con algunos Wailers y otros colegas, cuando se hizo una herida en el dedo gordo del pie derecho. La herida se convirtió en un melanoma y años después pondría fin a la vida de Marley, hace ahora 30 años, el 11 de mayo de 1981.

Pero el rastafari jamaicano, el hombre que elevó el reggae de género local a estilo universal, el precursor del hip-hop, del rap, el músico cuya herencia devoraron y siguen devorando bandas de todo el planeta (de los Clash a Police) ya había conocido otras patadas a lo largo del tiempo. No era negro, era mulato, y sus compañeros de clase en Nine Miles, su lugar de nacimiento (6 de febrero de 1945), a tres horas de Kingston, la capital jamaicana, le hacían burlas por su color de piel. Conoció la pobreza y las penurias de una familia que había perdido al padre cuando Bob apenas tenía 10 años. Pero Bob Marley acabó por ser profeta en su tierra.

Con apenas 18 años, comenzó a saber lo que eran los estudios de grabación, en compañía de Bunny Wailer, uno de sus mejores amigos, y Winston Hubert McIntosh, Peter Tosh, para los amigos del reggae y de la música, bajo el nombre de los Wailing Wailers, embrión de lo que serían los Wailers. Aquellos chavales habían crecido escuchando emisoras del sur de los Estados Unidos, donde eran frecuentes las canciones de artistas como Curtis Mayfield, Fats Domino y The Drifters. Pero el grupo tenía su propio norte, su propio horizonte. Letras de contenido social, de panafricanismo, de toma de conciencia, siempre marcadas por las creencias rastafaris de Bob que avanzaban progresivamente bajo sus trenzas, esos rastafaris descendientes directos de Salomón, devotos del emperador etíope Haile Selassie (su Mesías) y a los que tampoco eran ajenas las enseñanzas y las ideas de Marcus Garvey, uno de los grandes nombres de la historia del hombre negro, y defensor de que los afroamericanos descendientes de los esclavos volvieran a un país libre en África, lo que habría de ser una suerte de Tierra Prometida para ellos.

Muro de sonido a la jamaicana

En 1970, Bob y los Wailers conocieron a alguien que sería decisivo en su carrera, Lee Scratch Perry, el Phil Spector jamaicano, y probablemente el tipo que mejor definió la música reggae: «Un sonido que te hace sentir como si estuvieses caminando sobre pegamento». Perry fue el encargado de redondear el rompedor cóctel músical de Marley y los Wailers.

En 1973, viajaron a Inglatera y ficharon por Island Records. Fue el principio del reconocimiento internacional de la banda, con discos como «Catch a fire» y «Burnin», que contenía «I shot the sheriff» que se convirtió en número 1 mundial en la versión de Eric Clapton en 1974. Sin embargo, Tosh dejó el grupo y comenzó una fantástica carrera en solitario. Entonces, Marley incorporó a la banda las I-Threes, las tres fantásticas coristas entre las que se encontraba la que era propia esposa de Bob desde 1966, Rita, aunque cuentan las crónicas que Marley nunca fue pájaro de un solo nido. En 1975, conseguían colocar entre los 40 principalísimos británicos su maravilla «No woman, no cry».

Si en el extranjero, Marley y su música se abrían camino que echaban humo, en su tierra, en Jamaica, era algo más que un cantante y un compositor: era el poeta, el profeta, el héroe nacional. Sus canciones no eran estrictamente políticas, pero calaban hondo en el corazón del pueblo. Pronto, Marley se vio entre dos fuegos, el de los dos partidos del país que se batían el cobre a tiro limpio en las calles de Kingston: el conservador Partido Laborista y el socialista Partido Nacional del Pueblo, cuyo líder, Michael Manley era considerado amigo personal de Marley. El 5 de diciembre de 1976, Bob iba a participar en un concierto, el Smile Jamaica, a favor de la paz y la reconciliación nacionales, festival en cuya organización muchos veían la mano de Manley. Fuera como fuere, Bob resultaba incómodo y demasiado poderoso para algunos sectores de la sociedad jamaicana. Dos días antes del festival, Marley fue tiroteado en su propia casa por un grupo de pistoleros que para muchos estarían instigados por los enemigos de Michael Manley. Los amigos de la conspiración incluso señalaron a la CIA que no vería con buenos ojos el acercamiento del Partido Nacional del Pueblo a Fidel Castro.

Escondido en las montañas

A pesar de las heridas que le produjeron los disparos, y tras pasar dos días escondido en las montañas, Bob Marley decidió actuar en ese concierto. Alguien le preguntó a Bob cómo había tenido arrestos para subirse al escenario. Su contestación no dejaba lugar a muchas dudas: «La gente que está tratando de hacer este mundo peor no se toma ni un día libre, ¿cómo podría tomármelo yo? Hay que iluminar la oscuridad».

Sin embargo, poco después, Marley, asustado ante la posibilidad de otro atentado, abandonó la isla y se instaló en Londres, en Inglaterra, cuna del fútbol y donde Marley quedaría en fuera de juego, como ya se ha visto. Pero allí grabó su mejor álbum, «Exodus», una de las obras cumbre de la música popular del siglo XX. Es el disco con el que Bob se supera a sí mismo, ensancha las frontera del reggae y lo lleva mucho más allá, anticipando estilos, llevando la fusión y la mezcla al paroxismo. Y varios mensajes: el amor universal, la redención, la esperanza, la paz, el compromiso con los demás: «Éxodo. Hermos dejado atrás Babilonia y vamos a las tierras de nuestros padres. Éxodo, envíanos otro hermano Moisés que nos guíe a través del Mar Rojo».

En Barcelona

Apenas le quedaban tres años de vida. Siguió trabajando, componiendo, actuando, fue condecorado con la Medalla por la Paz de las Naciones Unidas, en cuya sede dijo que iba «en representación de 500 millones de africanos». Pero el cáncer le estaba devorando sin que él se diera cuenta o quisiera darse cuenta. El 18 de abril de 1980, pagando de su propio bolsillo el viaje, actúa en los festejos de la independencia de Zimbabue, la antigua Rhodesia. El 30 de junio actuaba en Barcelona. En septiembre de ese año, sufre un desmayo en el Central Park neoyorquino mientras hacía footing. El cáncer se ha enseñoreado de su cuerpo. A finales de octubre, los médicos se rinden. El 4 de noviembre de 1980 es bautizado en la Iglesia Etíope Ortodoxa de Miami, con el nombre de Berhane Selassie. Intenta una solución alternativa en una clínica de Baviera. Aguanta ocho meses con un tratamiento que solo usa productos naturales. El 9 de mayo vuelve a Miami, al antiguo Cedar Hospital. Dos días después, muere rodeado de su familia. El 21 de mayo se celebra un multitudinario funeral en Kingston. El cadáver viaja a su aldea de nacimiento, Nine Miles.

Muchos de sus imitadores, muchos de los que aprendieron sus lecciones musicales, muchos de los grupos que buscaron inspiración en su música, han pasado, como Bob, a mejor vida. Sin embargo, treinta años después de la desaparición del jamaicano, escucharle siempre vuelve a aportar algo nuevo, algún matiz, algún sentimiento, alguna emoción añadida. Probablemente, si hubiera nacido en Varsovia, Marley habría sido un genial compositor de polonesas. Si hubiera nacido en la Isla de San Fernando no habría existido palo jondo que se le resistiera. Si le hubieran parido en las highlands soplaría la gaita como pocos. Si se hubiese criado a orillas del Mississippi, habría bordado el blues, como Robert Johnson. Si hubiera vestido camisas bordadas y botas de piel de serpiente habría sido como Hank Williams. Nació en Jamaica, en el corazón del Caribe, tierra de piratas. Cambió el ron por la hierba, pero en su música se sigue respirando libertad, humanidad, emoción y buenos sentimientos. A veces, solo a veces, el buen rollo también se convierte en clásico. Y sobrevuela el paso del tiempo. Como Bob.

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