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Cuento de un parado indignado

MANUEL CONTRERAS

Fue poco antes del almuerzo cuando decidió acercarse por la plaza. A esa hora normalmente tomaba un aperitivo en el bar de abajo de su casa, pero ese mediodía optó por caminar unas calles más abajo y ver de cerca aquella concentración de protesta que llevaba días saliendo por la televisión. El rodeo le llevaría más tiempo de lo normal, pero la demora no suponía un problema: desde que se quedó en paro la prisa había dejado de ser un condicionante en su vida.

Había leído que era el campamento de los indignados, y pocos tendrían más razones que él para estar cabreado. Después de trabajar denodadamente para sacar adelante una pequeña empresa, la subida de la gasolina, el encarecimiento de los proveedores y el recorte de las ayudas a las pymes le habían colocado contra las cuerdas. Los ayuntamientos para los que trabajaba llevaban dos años sin pagarle, y la última subida de impuestos fue la puntilla que le forzó a echar el cierre. Le indignaba no tener responsabilidad alguna en su fracaso: él había trabajado bien, incluso más que antes, pero en apenas cuatro años la nefasta política del gobierno había cercenado todas sus expectativas de futuro, incluso el cobro de una pensión que ahora veía cada vez más inaccesible. Su irritación era tal que le molestaba literalmente ver a Zapatero: apenas salía por televisión, cambiaba de canal.

D La protesta le levantó el ánimo. Aquella amalgama heterogénea de jubilados, oficinistas y perroflautas le resultó conmovedoramente atractiva. Caminó entre mesas plegables y tiendas de campaña mientras leía divertido las pancartas. El ambiente festivo tuvo un efecto sedante, y pronto entabló una conversación afable con un grupo de jóvenes a los que aceptó de buen grado su invitación para comer. Tras el almuerzo participó en una asamblea sobre «Opresión bancaria y autocracia del capitalismo», y luego en una mesa redonda sobre «PSOE y PP: dos partidos, un mismo sistema». A media tarde llegaron las cámaras de televisión y coreó algunas de las consignas más celebradas, como «PSOE y PP la misma mierda es» o «Botín el que no bote». No regresó a su casa hasta ya bien entrada la noche, aliviado tras aquella ceremonia grupal de cabreo compartido; se sentó en el salón y mientras veía la televisión meditó sobre las ventajas y los perjuicios de la globalización económica. Sólo entonces

se dió cuenta de que Zapatero estaba en la pantalla y no había cambiado de canal.

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