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Columnas / tribuna abierta

La derrota de los progres

Día 07/06/2011 - 00.18h

Lo peor que le puede pasar a una opción política no es perder unas elecciones; lo peor para ella es no saber interpretar el resultado de las urnas. Ello ocurre habitualmente después de largos periodos de ejercicio del poder porque, quienes lo han ostentado, piensan que el mismo es poco menos que un derecho de propiedad, intangible e inmutable, que el pueblo soberano, una y otra vez, se lo reconoce por empatía social y confusión de intereses, deviniendo, en estos casos, el sistema democrático en un verdadero régimen político. De ahí que cuando, como el pasado día 22 de mayo, la soberanía popular ha hecho, como siempre, uso de su legítimo derecho a elegir a sus representantes, los socialistas, ante el varapalo sufrido, no sepan cómo reaccionar y anden, entre mareados y sorprendidos, sumidos en la ausencia de autocrítica que era la primera terapia a la que debieran haber recurrido.

Una lectura objetiva de lo acaecido el 22-M nos indica que la ciudadanía ha optado por el cambio. Cambio no de caras ni de cromos, sino cambio a otra forma de hacer política. El ejemplo paradigmático ha sido el de la ciudad de Sevilla: una ciudadanía harta de un gobierno municipal hierático, dilapidador y sectario, ha dicho basta y ha optado por la cercanía y el calor humano de una candidatura encabezada por el ganador de hace cuatro años, que, pese a la marginación política a que lo sometió el pacto de los perdedores, ha cumplido con los sevillanos preocupándose, día a día, de sus problemas y de sus inquietudes. Ante una situación como la anterior los perdedores no salen de su asombro, lo que hace más patente su desconexión con la realidad social de una ciudad cuyos destinos han gestionado en los últimos doce años.

El alcalde saliente Sánchez Monteseirín, en una entrevista de ABC, ha soltado, entre otras, una perla que delata cuán alejado está el socialismo actual de la realidad andaluza. Queriendo dárselas de estupendo y simpático con esa amalgama inconexa del 15-M, reduce la realidad andaluza a buscarle antagonismo, alegando que prefiere a los del 15-M a los «pijos y carcas». Pero hombre de Dios, ¿después de 12 años gobernando en la ciudad no comprende que en Sevilla esos teóricos polos de su antagonismo, más ficticio que real, son puras minorías? ¿No comprende que para muchos sevillanos darse la buena vida y hartarse de mariscos es sinónimo de «pijo»? ¿No tendrán, pues, «carcas» y «pijos» en sus filas? ¿Acaso no se han enterado de que la inmensa mayoría de los sevillanos son personas supernormales, alejadas de ese simplismo reduccionista y sectario en que tan a gusto se mueven quienes no tienen más mensaje que el de la división y el enfrentamiento?

Es conveniente que el socialismo andaluz reflexione en profundidad sobre la fuerte derrota sufrida en las urnas. Es conveniente que haga un examen autocrítico sobre cuál ha sido su actitud en los treinta años de monopolio de poder en nuestra tierra. Que analice por qué en Andalucía ha habido una manta protectora para abrigar a los del PSOE mientras la población, en su conjunto, pasaba frío a la intemperie. Qué razón ha existido para que las posibilidades de encontrar trabajo fueran directamente proporcionales a la cercanía con el partido institucional socialista. Que digan si es razonable que con el dinero de todos se compren voluntades, se falseen expedientes de jubilación y se favorezcan sin control negocios y empresas afines. Que se creen empresas públicas para escapar del control administrativo y se expulse de los órganos rectores de las mismas a los representantes de la oposición. En fin, lo que debió ser un partido socialdemócrata debiera analizar el resultado de una deriva hacia el simplismo izquierdista del manido rechazo a una derecha que, mal que les pese, ni es carca ni es facha ni es demagógica. Simplemente esa derecha ha asumido, allí donde se la ha elegido, su responsabilidad de gobernar para todos sin ningún tipo de ventajismo ni favoritismo. Y ha demostrado que gestiona mejor, que ahorra más y que defiende el nombre y el prestigio exterior de España sin complejos ni tibiezas.

Mientras analizan, si son capaces, las causas de su derrota, bien harían en comprender que ponerse el título de «progresista» no genera ningún progreso por sí mismo. Para el progreso de la sociedad no basta con llamarse progresista sino que es necesario gestionar mejor, más austeramente, potenciando los valores del conocimiento, de la educación, de la competitividad y del trabajo bien hecho, dando oportunidades a todos y no solo a los de la secta. Es decir, para salir de la crisis y progresar social y económicamente, la mejor receta es situarse en las antípodas de lo que han hecho en los últimos siete años los progres de salón que nos han gobernado en ese período.

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