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Columnas / la feria de las vanidades

Si Córdoba fuera Kordoba

A Griñán no le duele Córdoba. A Griñán no le duele Andalucía como le dolía España a Unamuno

Día 02/07/2011 - 21.39h

Si en Kordoba hubiera mezkita-tabernas donde el txakoli se sirviera junto a los pintxos para recaudar fondos con destino a los presos que purgan en las cárceles sus asesinatos a sangre fría, otro gallo habría cantado. Pero en Córdoba, esa princesa omeya disfrazada de ciudad, las tabernas sirven para que fluya la charla tranquila y pausada que tanto se parece al Betis que ya bañaba su alma luminosa en tiempos de Séneca. Y así no se puede ir por la vida en esta España que premia el tiro en la nuca con retardo. Hablemos claro de una puñetera vez. Digamos lo que pensamos sin pensar tanto en las consecuencias que pueda tener lo que decimos. A Córdoba le han robado la capitalidad cultural europea. Pero no ha sido un robo burocrático. Ha sido un robo a mano armada.

A Gregorio Ordóñez le robaron la posibilidad de ser alcalde de San Sebastián. Fue un disparo preciso, exacto. Gregorio Ordóñez no pudo disputarle la Alcaldía de Donostia a Juan Karlos Izaguirre: lo de Karlos es de chiste, pero peor es lo de Txelui para un José Luis avergonzado de su origen maketo. Ordóñez no pudo presentarse a las elecciones por una sencilla razón: está muerto. Y el fruto de esa muerte, como la de otros tantos opresores del pueblo vasco, ha sido la elección de su ciudad como Kapital Kultural. Al final han ganado los que apretaron el gatillo y los que jalearon esa gallardía, porque hay que ser muy valiente para matar a alguien que está comiendo en un bar. Y por la espalda, que tiene más mérito.

El jurado de la presunta capitalidad cultural lo ha dicho para que no haya lugar a dudas. Aquí no se hablaba de proyectos, sino de política en el peor sentido de la palabra. Se premia a los que confunden la cultura propia con la intolerancia que llega al extremo de la eliminación física del disidente, vulgo asesinato. Y se castiga a los que practican esa tolerancia que echó raíces en el pasado. Una tolerancia que ensalzó José Antonio Griñán, alias Pepe, cuando defendió tímidamente la candidatura de la ciudad que le permitido ser parlamentario andaluz a pesar de que naciera en Madrid: aquí no miramos el carné de identidad ni rebuscamos entre los apellidos. Griñán ha guardado un prudente silencio tras el robo a mano armada. Como si Córdoba no fuera con él aunque él vaya por Córdoba en las listas electorales.

¿Para esto nos levantamos un 28 de febrero? ¿Para esto sufragamos con nuestros impuestos la maquinaria de la Junta de Andalucía? ¿Para esto hemos restaurado entre todos los andaluces el Palacio de San Telmo con el pretexto de la dignidad del cargo? ¿Dónde está la dignidad de los andaluces? ¿Dónde está la voz alta y clara de su presidente para poner las cosas en su sitio? Griñán no es Belloch, ese alcalde de Zaragoza que no se ha callado porque fue ministro del Interior y sabe de dónde vienen todos estos enjuagues.

A Griñán no le duele Córdoba. A Griñán no le duele Andalucía como le dolía España a Unamuno. Su silencio es elocuente. Por una vez se ha revestido con la toga del senequismo cordobés aunque no naciera a la sombra de la Mezquita. Se ha sentado en el salón de los espejos del Palacio de San Telmo. Ha cogido una copa de cristal de Bohemia. Y se ha bebido de un trago la cicuta de esta afrenta. A su alrededor, el silencio del peor veneno que puede paralizar a un gobernante: la cobardía.

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