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NO DO

La Virgen de Garcilaso

«Ahora que está de moda criticar a las hermandades de gloria es justo y necesario que alguien alce la voz»

FRANCISCO ROBLES

El otoño es un reestreno, una vuelta a la luz que se desvanece en el malva del poniente que sucede al celeste de la tarde, como si el invierno fuera algo más que un lejano presagio. El otoño es el eco de la ciudad antigua que se echa a la calle con esa timidez de la Sevilla más auténtica, la que ha cruzado los océanos del tiempo para plantarse en la orilla del presente con el fardo de su memoria a cuestas. El otoño es la luz que se desvanece en esas plazas que son fanales de cristal, el decorado perfecto para que una Virgen humilde y gloriosa las recorra con esa sencillez que nos devuelve a la ciudad evocada por los pintores y los poetas.

Ahora que está de moda criticar a las hermandades de gloria es justo y necesario que alguien alce la voz, o que hable con ese susurro que se adivina en el entorno de esas procesiones que no generan bullas a su alrededor. La Virgen de la muy antigua Hermandad de los Sastres asciende por la calle que va a dar en el lugar más auténtico de Sevilla, en esa casa que se abre a todo el que la necesite hasta el punto de que sus moradoras recorren los cuartos donde habitan la miseria y la soledad. Esta Virgen fernandina y sedente, palio de tumbilla y nardos floreciendo en las esquinas del paso, ha resistido las crisis del Medievo, los cambios del Renacimiento, la decadencia barroca y el conflicto de la Ilustración. Esta Virgen ha sido capaz de coser todas las etapas de la historia de la ciudad, los retales que podrían haberse quedado en el arcón del olvido y que en esta tarde cálida de septiembre salen a la calle por el tesón de un puñado de hermanos.

Los sastres estaban mal vistos en aquella Sevilla de la hidalguía y de la limpieza de sangre. Aquellos alfayates debían luchar contra la sospecha, contra el estigma judaizante que los dejaba a los pies de la Inquisición. Nada mejor que una hermandad gremial para proclamar la limpieza de sus manos, pues no hay trabajo que pueda mancharlas como bien se encargó de enseñarle al mundo un nieto de calceteros que se llamaba Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. De ahí, precisamente de ahí, viene la decadencia de una ciudad en la que todos querían figurar y casi nade se enorgullecía por el trabajo, un asunto mal visto por las clases dirigentes que llevaron a la vieja Híspalis al desastre. Más o menos como ahora…

La humilde y sonriente Virgen de los alfayates se dirige al convento donde las monjas siguen cosiendo las heridas del cuerpo y del alma en las casas donde sólo entran las discípulas de aquella fundadora que llevaba el ángel en su rostro y en su nombre. Suena Esperanza Macarena como si el atardecer fuera el alba del Viernes Santo. Y también suena el eco de ese verso de Garcilaso que sirve para definir la relación de María con la ciudad que no se cansa de mirarla: «Mi alma os ha cortado a su medida».

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