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Muere a los 59 años el cantaor Manuel Mancheño Peña, «El Turronero»

ALBERTO GARCÍA REYESSEVILLA. Otro golpe. El azote de la muerte se ceba con el flamenco de Utrera. Aún no se han apagado las velas de duelo por la Soleá y el arte jondo tiene que lamentar la

Otro golpe. El azote de la muerte se ceba con el flamenco de Utrera. Aún no se han apagado las velas de duelo por la Soleá y el arte jondo tiene que lamentar la desaparición de otro fundamento de esta tierra. Manuel Mancheño Peña, «El Turronero», se fue con la Fernanda. Fue ayer, al nacer el día, cuando feneció su voz.

El artista padecía una parálisis causada por un problema circulatorio desde hace varios años. Y hace un par de días esta dolencia volvió a atacarle. Fue encontrado por sus familiares derrumbado en el suelo.

Desde entonces, su cuerpo ha estado luchando por vivir en un hospital de Sevilla. Y ayer perdió. Ha muerto otro pedazo del quejío. Otro cantaor único. Otro lamento gitano de Utrera.

En verdad, Manuel Mancheño Peña nació en la localidad gaditana de Vejer de la Frontera en el año 1947. Pero su esencia artística se nutrió en la campiña sevillana. Criado en Alcalá de los Gazules, desde donde dio sus primeros pasos en el mundo laboral vendiendo turrón por las ferias de los pueblos, pronto se instaló en Utrera, donde se empapó de la escuela de Perrate y de la de Fernanda para crear la suya propia.

A los bordones de Diego del Gastor se la dio a conocer. Y no tardó en llevarla también a los tablaos de Sevilla. Su fuerza innata y la dramaturgia que imprimía a las letras ganaron sitio pronto en los mejores escenarios. Como todos los artistas de su generación, El Turronero tuvo que buscarse la vida en Madrid y cantando para el baile. Así se hizo figura en Torres Bermejas, donde conoció a quien después sería su gran amigo Camarón de la Isla. Y así encontró estabilidad sentimental junto a la bailaora Carmen Montiel.

Fueron años, los de principios de los setenta, fundamentales en su carrera, pues en esos momentos se instaló como cantaor habitual en la compañía del gran maestro Antonio Gades, donde trabajó con otros genios del cante como Fosforito y El Lebrijano. Y en esta época conoció también a Paco Cepero, un guitarrista jerezano que había acompañado a Camarón en sus inicios y que, a la postre, conduciría al Turronero hasta la cima de su creatividad. Gracias a la composición de Cepero, Manuel Mancheño renovó muchas letras y melodías de la bulería, de los tangos, de las alegrías y de los fandangos. Actualizó la temática de los cantes flamencos y llenó de jondura los tercios de la sevillana, género en el que también fue una deidad. Grabó numerosos discos, sobre todo con la casa Belter, y dejó piezas memorables en el acervo flamenco, como la bulería «Huele a Romero» que quedó en la historia como banda sonora del toreo del Faraón de Camas. Y mientras Camarón daba forma a la Canastera y El Lebrijano a la Galera como nuevos estilos cabales, El Turronero registró junto a Cepero el tema «Andalucía», un himno gitano que ha sido interpretado por infinidad de artistas. Con ese cante fue reconocido en los festivales andaluces durante los ochenta, consiguiendo liderar un momento de cambio en el que cobraron importancia las voces de otros renovadores como Chiquetete, Pansequito o Juan Villar, entre otros. Y siendo figura fundamental del flamenco, cuando los focos de los teatros más importantes del mundo lo apuntaban, un problema circulatorio le provocó hace unos años una parálisis en la mitad de su cuerpo y lo lanzó a la injusticia del olvido.

Desde entonces, El Turronero ha tratado de imponerse al destino y a pesar de que nunca llegó a recuperar toda la movilidad, en los últimos tiempos logró volver a pisar los escenarios. La inmensa fuerza de voluntad que tenía le ayudó a resucitar al niño del turrón. Volvió a entonar su vieja bulería: «De feria en feria vendiendo, / así me ganaba el pan. / Cuántas veces yo he llorao / viendo jugá a los chiquillos / y yo sin podé jugá / pendiente a mi puestecillo». Ese cante, titulado «Ésta es mi vida», tiene hoy más sentido que nunca. Como aquella otra rumba famosa que le dio tanto auge, ésa que seguro que a las once y media de la mañana, cuando sus restos entren en la Iglesia de Santiago que aún guarda el luto por la Fernanda de Utrera, llevarán a compás las campanas: «Me tocó el perder». Y al flamenco, maestro.

Hacía calor. La tarde avanzaba por las calles desiertas. Pero en aquella tasca de las de antes se había formado una reunión de cabales. Manuel apenas podía moverse. Su piel seguía siendo negra como el carbón, pero el oro de sus manos casi no sobresalía ya. Estaba paralizado, molido por un maldito infarto cerebral que le impedía ser quien había sido. Miraba alrededor. Quizás oyera, pero no escuchaba. O viceversa. Quizás volverse a ver en una juerga lo destrozaba. O todo lo contrario. Lo cierto es que ese hombre con fama de huraño estaba poseído por sus pensamientos a pesar de la algarabía. Entonces, la guitarra enfiló el soniquete de la bulería. Estaba a su tono. Y Manuel apretó los dientes. Todos callaron. Aquel hombre iba a resucitar para el cante. Con su mano buena chasqueó los dedos a tiempo. Y lo intentó. Y no pudo. Y lloró desconsolado, esmorecido, impotente. Y acabó con la reunión. Quienes estaban allí lo recordarán para siempre. Porque aquella tarde su voz no logró salir de sus entrañas, pero sí se rebeló en su orgullo. Poco después, en la tertulia de Juan Badía, el cante del Turronero estaba siendo aclamado. Hoy hemos descubierto que tal vez fuera el cante del cisne.

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