Sangre y cañón. Diez batallas navales que enfrentaron a españoles e ingleses
Detalle de una miniatura de la batalla de La Rochelle del siglo XV - wikimedia

Sangre y cañón. Diez batallas navales que enfrentaron a españoles e ingleses

Ya sea venciendo o sufriendo estrepitosas derrotas como la de Trafalgar, la armada de nuestro país lleva cientos de años enfrentándose a la Royal Navy

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Ya sea venciendo o sufriendo estrepitosas derrotas como la de Trafalgar, la armada de nuestro país lleva cientos de años enfrentándose a la Royal Navy

12345678910
  1. La Rochelle, donde la picardía dio la victoria a la armada castellana

    Detalle de una miniatura de la batalla de La Rochelle del siglo XV
    Detalle de una miniatura de la batalla de La Rochelle del siglo XV - wikimedia

    La Rochelle no es más que una pequeña ciudad portuaria en la costa oeste de Francia. Sin embargo, sus aguas se estremecieron en 1.372 cuando las armadas española e inglesa combatieron hasta la muerte en una contienda en la que la estrategia y la picaresca superaron al cañón y el sable. Esa cálida mañana de junio, los castellanos decidieron retirarse del combate hasta que el nivel del mar bajó y las naves británicas, de mayor calado, quedaron atrapadas e inmóviles ante su fuego.

    Concretamente, esta batalla naval se sucedió en plena trifulca territorial entre franceses e ingleses quienes, aunque tenían intención de acabar su enfrentamiento en un par de meses, acabaron combatiendo durante más un siglo en la conocida como «Guerra de los Cien Años».

    En esas estaba el mundo cuando los galos, faltos como estaban de navíos, decidieron cobrarse un antiguo favor realizado al rey de Castilla Enrique II, a quien habían ayudado a sentar sus reales posaderas en el trono en una de las múltiples guerras civiles de su tierra. Así, haciendo válido como nunca el lema de «hoy por ti y mañana por mí» Francia ordenó al monarca atacar con su armada la Rochelle, en ese momento en manos inglesas a pesar de estar en pleno territorio franco.

    Los preparativos

    En virtud de su deuda, Enrique decidió enviar una flota formada casi exclusivamente por galeras: buques a remo de poco calado consistentes en una plataforma sobre la que se ubicaban cientos de soldados. El mando de la misma fue entregado a Ambrosio Bocanegra, un experimentado marino que se había convertido en soldado a base de espada y sangre luchando contra los moros.

    Por su parte, y cuando recibieron las noticias del asalto, los ingleses armaron una flota para interceptar a los castellanos: «A Eduardo de Inglaterra le importaba la conservación de aquella buena fortaleza por mucho que le costara, y así (…) reunió naos, soldados, provisiones y dinero, confiando la expedición a su yerno Juan de Hastings, conde de Pembroke», explica el ya fallecido historiador y militar Cesáreo Fernández Duro en su obra «La marina de Castilla».

    Con todo, y como bien señala el experto en sus escritos, no existe cohesión entre los historiadores a la hora de determinar el número de buques que batallaron aquel día: «Algunos escritores de la época componen a la armada de Castilla de cuarenta naos gruesas y de trece barcos (…) mientras que la Historia belga habla de veintidós navíos españoles». A pesar de ello, la versión más extendida es que la flota Castellana estaba formada por una veintena de galeras mientras que, por parte inglesa, se desconoce la cantidad total de navíos.

    Una idea que valió una batalla

    Según la mayoría de las crónicas, los ingleses fueron los primeros en arribar a la Rochelle, lugar en el que se prepararon para no dar cuartel a la armada castellana. Ambas fuerzas se avistaron por primera vez el 22 de junio. En cambio, y aunque los marinos y oficiales británicos ansiaban cruzar sables y derramar sangre española aquel mismo día, Bocanegra decidió, para burla de sus enemigos y de sus propios soldados, llevar a cabo una curiosa táctica: izar velas y retirarse de la contienda.

    «Siendo en aquel lugar de gran intensidad las mareas vivas, las naos inglesas quedaron varadas en la bajamar, y antes de que flotaran por completo las atacó Bocanegra el día siguiente, utilizando la mayor ligereza y poco calado de las galeras, después de lanzar sobre ellas artificios de fuego que, inmóviles como estaban, no pudieron evitar. La mortandad fue muy grande, por la gente armada que se arrojaba al agua huyendo de las llamas», completa el autor español en su obra.

    Después de que se disipara el humo los castellanos observaron como, sin lugar a dudas, la victoria les pertenecía, pues todos los buques ingleses habían sido quemados o habían sido capturados. A su vez, Bocanegra rompió la tradición de asesinar a los prisioneros o arrojarles vivos al agua tras el combate y perdonó la vida a varios caballeros y al conde de Pembroke.

  2. La catástrofe de la Armada Invencible, una flota que no hizo honor a su nombre

    La derrota de la Armada Invencible
    La derrota de la Armada Invencible - p.-j. loutherbourg

    Catástrofe. Esta palabra es la que mejor define lo que, en 1.588, aconteció a la Armada Invencible, la mayor flota que los ojos de la Historia habían visto hasta ese momento. Formada por la corona española para invadir Inglaterra, esta ingente cantidad de barcos quedó finalmente hecha astillas por las inclemencias del tiempo y los cañones de la Royal Navy.

    Rondaba Felipe II la corona española durante el SXVI con una gran cantidad de territorios bajo su cetro. Y es que, además de las ya consabidas colonias americanas, el imperio de Su Majestad se extendía también por Italia, Flandes y Portugal. No obstante, sus problemas eran tan grandes como la extensión de sus dominios pues, además de los enfrentamientos en los Países Bajos (los cuales tuvo que apaciguar haciendo uso de los temibles Tercios), la pérfida Albión también rondaba las costas hispanas.

    Sin duda, estas islas provocaron más de un dolor de cabeza al monarca, que tuvo que ver como las flotas españolas que cruzaban las aguas cargadas con riquezas de las Américas eran atacadas por piratas (corsarios, que decían finamente los británicos) patrocinados por Isabel I, reina de Inglaterra. Tampoco agradaba demasiado a Felipe, católico hasta la médula, que Su Graciosa Majestad profesara y extendiera el protestantismo entre sus súbditos.

    La Invencible contaba 130 navíos, 8.000 marineros y 20.000 hombresEn estas correrías andaban ambos monarcas cuando Isabel decidió ayudar a los territorios que combatían contra España en los Países Bajos. Esta fue la gota que colmó la paciencia de Felipe A su vez, tampoco ayudó a calmar la situación que Francis Drake, un conocido pirata al servicio de Inglaterra, se hiciera a la mar para repartir cañonazos entre los españoles.

    «Las autoridades inglesas lanzaron al Atlántico una flota de 25 navíos, al mando de Francis Drake, con el propósito de hostigar a los barcos españoles y asaltar sus colonias en las Indias occidentales. Antes de cruzar el océano, la flota saqueó Vigo, continuando viaje hacia el Caribe para capturar Santo Domingo (…) Aquello era más de lo que Felipe II podía tolerar sin emprender represalias. A finales de de 1.585 y por primera vez desde el siglo XIV, Inglaterra y España estaban en guerra abierta», destaca el historiador español Carlos Gómez-Centurión en su libro «La Armada Invencible».

    Un plan para dominar Inglaterra

    Finalmente, parece que el monarca español se cansó de tanta afrenta contra su persona, pues, en 1.586, decidió llevar a cabo una empresa impensable para la época: tomar Inglaterra por la fuerza. Concretamente, inició los preparativos para que una armada partiera de Portugal y viajara hasta Dunquerque (al norte de Flandes) atravesando el Canal de la Mancha. Una vez allí, la flota se reuniría con varios Tercios españoles al mando del Duque de Parma, a los que ofrecería escolta hasta Inglaterra. Ya en tierras británicas, los soldados tenían órdenes de asediar Londres y capturar a tantos miembros de la familia real como pudieran.

    Con el plan de ataque trazado, Felipe quiso asegurarse la victoria y ordenó construir una gigantesca flota que, solo con su presencia, helara los corazones de sus enemigos. Esta, sería la conocida como Armada Invencible.

    La Invencible sale de puerto

    Tres años fueron necesarios para que los astilleros construyeran una flota tan grande como la que había imaginado el insigne Felipe. Tal era su magnitud que fue necesario reacondicionar buques mercantes para el combate. Con todo, el 28 de mayo todo parecía estar listo para que aquella ingente maraña de buques abandonara las costas de Lisboa en pos del inglés.

    «A bordo de 130 navíos –que sumaban casi 60.000 toneladas- viajaban unos 8.000 marineros y 20.000 hombres entre oficiales y soldados de diferentes nacionalidades. Se habían embarcado además 180 sacerdotes y religiosos, 74 médicos, cirujanos y enfermeros y más de medio centenar de funcionarios y escribanos que debían de dirigir y hacerse cargo de las tareas administrativas y de gobierno durante la ocupación de Inglaterra», completa en su obra el experto español. Así, enarbolando la bandera católica, la flota comenzó a formar para iniciar su viaje bajo las órdenes de Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia.

    Comienzan las desgracias de la Invencible

    Una vez fuera de puerto, la primera parada de la también conocida como «Felicísima Armada» fue La Coruña, lugar en el que los españoles esperaban recibir víveres y munición antes de continuar su travesía. Sin embargo, y a pesar de que la flota se había consagrado al Señor antes de partir, pronto quedó claro que Dios no estaba de parte de Felipe II.

    La Felicísima tenía órdenes de no combatir a menos que fuera estrictamente necesario«El día 19 de junio (…) anclaron en la Coruña, pero antes de que la Armada hubiese terminado de entrar en el puerto, se declaró una violenta tormenta que dispersó casi la mitad de la flota. (…) Varios días después seguían sin tener noticias de numerosos navíos, otros estaban averiados y cada día caían más hombres enfermos», determina Gómez-Centurión.

    Aunque tras algunas semanas la flota volvió a estar casi intacta, este contratiempo marcó el inicio de los ataques que la meteorología tenía preparados contra la Invencible. De hecho, el 26 de julio otra terrible tormenta acosó de nuevo a la armada provocando que casi medio centenar de buques perdieran su rumbo y se alejaran del resto del convoy. Con todo, a base de trabajo duro se consiguió reunir de nuevo a los buques y reanudar la marcha hacia Inglaterra tres días después.

    Primer contacto con los ingleses

    Por su parte, los ingleses no tardaron en avistar a la Invencible desde sus posiciones en la isla. No obstante, y según cuenta la tradición, el corsario Francis Drake (también vicealmirante de la Royal Navy) no se alarmó demasiado ante la llegada española. «Según la leyenda, Drake, que estaba jugando a los bolos cuando (se presentaron) con la nueva, exclamó: “Tenemos tiempo de acabar la partida. Luego venceremos a los españoles”», señala el autor de «La Armada Invencible».

    Esa misma noche, los británicos armaron 54 buques y dirigieron sus velas hacia la Invencible pensando que los españoles tenían intención de desembarcar en sus costas. No suponían, en cambio, que la escuadra de Felipe II no tenía órdenes de combatir, sino que pretendía atravesar el Canal de la Mancha y llegar hasta Flandes para recoger a la infantería que invadiría Inglaterra.

    Ambas escuadras se divisaron cerca del extremo suroeste de las costas inglesas. Aquel fue el primer momento en que los soldados de la pérfida Albión observaron a la Invencible, seguramente la mayor concentración de buques que habían visto a lo largo de toda su existencia.

    Una curiosa batalla

    Una vez frente a frente, los ingleses comprendieron que no podían enfrentarse a aquella mole de navíos sin salir mal parados, por lo que decidieron aprovechar su poderosa artillería –la cual disponía de un gran rango de acción- y, andanada tras andanada, bombardear a la Invencible desde la lejanía sin recibir ningún daño a cambio.

    Mientras, a los españoles no les quedó más remedio que intentar, mediante todo tipo de tretas, que los ingleses se acercaran lo suficiente para bombardearles hasta la muerte. Fue imposible, los enemigos, más livianos y veloces, atacaban y se retiraban a placer para desesperación hispana.

    Finalmente, una flota inglesa inferior en número logró hacer huir a la Aramada Invencible Alrededor del mediodía los soldados de Isabel I abandonaron la contienda sin hacer excesivos daños a la Felicísima Armada. De hecho, la Invencible recibió las primeras bajas serias mientras continuaba su viaje, lento pero imparable, hacia Dunkerque. Y es que, Medina Sidonia tenía órdenes de no detener su camino y no combatir contra el inglés a menos que fuera estrictamente necesario.

    «Las primeras pérdidas españolas de importancia se produjeron después de la batalla: fueron dos accidentes al margen del ataque enemigo pero que costaron a la Armada la pérdida de dos naves importantes. Primero, la “San Salvador” (…) fue pasto de las llamas debido al estallido de unos barriles de pólvora. Depués, la “Nuestra Señora del Rosario” (…) chocó al maniobrar con otra embarcación andaluza resultando gravemente dañada. Ambas caerían en pocas horas en manos de los ingleses», determina el experto.

    La ofensiva final de Isabel I

    Finalmente, y ante el continuo acoso al que los ingleses les sometieron en los siguientes días con su constante cañoneo, el 6 de agosto los españoles no tuvieron más remedio que arribar en el puerto francés de Calais, ubicado a unos 46 kilómetros de Dunkerque. Escasos de munición y con unos buques dañados después de varios combates, Medina Sidonia envió una misiva desesperada al Duque de Parma: debía trasladarse lo más rápidamente posible hasta esa posición con sus hombres para poder cumplir la misión.

    Pero el de Parma no se encontraba preparado debido a la falta de materiales y munición. La tarea cada vez se complicaba más. Para más desgracia, en la mañana siguiente los ingleses atacaron lanzando sobre la Invencible, ahora amarrada, varios brulotes. Estas curiosas armas consistían en barcos que, una vez desalojados, eran cargados con munición y pólvora. A continuación, se les prendía fuego y se les lanzaba contra el enemigo.

    «Cuando los brulotes acortaron distancias y se dispararon sus cañones a causa del calor, el pánico desquició una situación ya deteriorada. Cada barco de la flota tenía echadas dos o incluso tres anclas y casi todas se perdieron. La mayoría de los capitanes se limitaron a cortar sus amarras y huyeron. (…) De un solo golpe la Armada se había transformado de una fuerza de combate cohesionada y formidable en un conjunto de barcos dominados por el pánico», determinan, en este caso, el historiador Geoffrey Parker y el profesor emérito de arqueología submarina Colin Martin en su popular obra conjunta «La Gran Armada: La mayor flota jamás vista desde la creación del mundo».

    La meteorología, en contra

    A la mañana siguiente todo era caos. Desde su navío, Medina Sidonia no pudo más que desesperarse y maldecir mientras la Invencible, arrastrada por las corrientes hacia el este de Inglaterra, trataba desesperadamente de reagruparse bajo un constante cañoneo enemigo.

    Pero lo peor estaba todavía por llegar. «A media tarde se desencadenó un violento temporal mientras los españoles estaban cada vez más indefensos, contra los ingleses y contra el viento que les arrastraba», señala por su parte Gómez Centurión en su popular libro.

    Todo parecía haberse puesto en contra de la Felicísima Armada. Finalmente, y después de tratar sin éxito de asaltar a la flota inglesa en un acto desesperado, Medina Sidonia aceptó su derrota y se dispuso a volver a aguas españolas. Este sencillo plan se planteaba difícil, pues sus navíos no podían volver a atravesar el Canal de la Mancha, ahora dominado por los británicos.

    Un duro regreso

    Para regresar, Medina Sidonia ordenó bordear por el norte Inglaterra, una dura travesía que acabó con los restos de la Armada Invencible. «Se inició así un largo y penoso viaje de retorno, a veces convertido en una auténtica pesadilla, durante el cual miles de hombres perdieron la vida y varias decenas de barcos se fueron a pique», explica el experto español. Finalmente, en septiembre de 1.588, menos de una decena de barcos llegaron a las costas españolas. Acabó así el viaje de la Armada Invencible, la cual, en su primer viaje, no pudo hacer honor a su nombre.

  3. Isla Flores, o cómo España ridiculizó a los corsarios ingleses en las Azores

    Grabado que representa al «Revenge» en las Azores
    Grabado que representa al «Revenge» en las Azores - wikimedia

    La de isla Flores no fue ni mucho menos una lucha épica a sangre y fuego, pero, por el contrario, si fue una batalla difícil de olvidar para la pérfida Albión. Y es que, las Azores vieron aquel día de 1.591 como una flota española ponía en fuga a los infames corsarios de su Graciosísima Majestad que, en este caso, fallaron estrepitosamente en su habitual intento de saquear hasta la última moneda de oro que los navíos hispanos traían de América en sus bodegas.

    No corrían buenos tiempos para la corona hispánica –encabezada por Felipe II- en el ocaso del SXVI. De hecho, nuestro país hacía frente aquellas jornadas a una creciente deuda nacional que, a falta de liquidez, era sufragada con las insuficientes monedas traídas desde América. A su vez, España combatía por entonces contra su Majestad inglesa, la reina Isabel I, quien no dudaba en pagar a piratas – o corsarios, como eran conocidos estos sanguinarios mercenarios- para que saquearan y enviaran al fondo del mar a los navíos peninsulares que atravesaban el Atlántico cargados de joyas.

    Los preparativos

    Así, entre sable y mosquete, fueron pasando los años hasta que, en 1.591, los ingleses se enteraron de una célebre noticia: los españoles pensaban echar sus buques a la mar desde América con una gran partida de oro y joyas en dirección a España. Sin tiempo que derrochar los oficiales se pusieron manos a la obra para, en nombre de la Reina, armar una flota con la que interceptar el preciado cargamento.

    Para ello, dispusieron una veintena de navíos –varios de ellos piratas-, cuyo mando fue otorgado al afamado oficial Thomas Howard, un viejo conocido por su participación en varios asaltos y batallas contra los españoles. Además, entre las filas se destacaba nada menos que el bucanero Richard Grenville, capitán del galeón inglés «Revenge» (el buque que, durante años, había navegado a las órdenes del cruel pirata Francis Drake).

    Hechos los preparativos, la Royal Navy se dispuso a viajar a las Azores, donde darían una sorpresa a los súbditos de Felipe II. Sin embargo, lo que no sabía la cruel Inglaterra era que España, harta como estaba de la piratería, había dispuesto una flota de 55 barcos al mando de Alonso de Bazán para, de una vez por todas, escarmentar a los saqueadores.

    Comienza la batalla

    El 9 de septiembre, las dos flotas se divisaron en la lejanía para incredulidad de los ingleses. Preparado para derramar la sangre de Albión, Bazán ordenó en un principio que los españoles se dividieran en dos columnas que asaltaran al enemigo desde todos los frentes.

    Sin embargo, este plan pronto zozobró debido al mal estado de uno de los buques. «Aviéndose navegado algunas leguas en esta conformidad, el general Sancho Pardo envío a dezir a don Alonso que llevaba rendido el bauprés de su galeón, que es uno de los de Santander, y no podía hazer fuerza de vela; y así conbino templar todas las de la armada, por hazerle buena compañía y no dexarle solo donde andavan cruzando de una parte y otra navíos de enemigos, que fue causa de no poder amanecer sobre las Islas», señala un documento de la época de la colección «González-Aller» ubicado en el archivo del Museo Naval y recogido por la «Revista de Historia Naval».

    A pesar de que el asalto no se produjo con toda la celeridad que Bazán pretendía, los ingleses no tuvieron los arrestos de plantar combate en mar abierto y, para asombro de los españoles, la mayoría de la flota de la Royal Navy inició la huída a toda vela.

    El «Revenge» mantiene la posición

    Pero la retirada fue demasiado deshonrosa para Grenville quien, desoyendo las órdenes, decidió mantener la posición y, junto a otros dos navíos ingleses más, plantar batalla a los españoles. Por su parte, y mientras se sucedía un inmenso fuego de mosquetería y cañón, Bazán ordenó a parte de sus fuerzas acabar con el «Revenge» mientras varios buques seguían en su huída a los ingleses.

    La contienda no fue muy extensa. A las pocas horas, los buques que escoltaban a Grenville habían abandonado sus posiciones y sólo el «Revenge» se enfrentaba valientemente a los navíos españoles, ahora al completo tras haber vuelto de la fallida persecución. No hubo victoria para los ingleses que, asediados como estaban por todos los flancos, cayeron bajo las tropas españolas.

    Acaba el combate

    Al anochecer, el «Revenge», buque insignia de Francis Drake, había caído en manos españolas. «El almirante, de los mayores marineros y corsario de Inglaterra, gran hereje y perseguidor de católicos, hízole traer don Alonso de Bazán a su capitana, donde por venir herido de un arcabuzazo en la cabeza le hizo curar y regalar, haciéndose buen tratamyento y consolándose de su pérdida; mas la herida eran tan peligrosa que murió a otro día. De 250 hombres que traía el navío quedaron 100, los más de ellos heridos», se añade en el antiguo escrito.

    Por parte española fallecieron aproximadamente 100 soldados y marineros debido al hundimiento de varios buques durante la contienda. No obstante, aquel día España demostró a su Majestad Isabel I que no estaba dispuesta a sufrir más el pillaje de sus infames corsarios.

  4. Blas de Lezo, el almirante que defendió Cartagena de Indias

    Retrato de Blas de Lezo y Olavarrieta
    Retrato de Blas de Lezo y Olavarrieta - wikimedia

    Era cojo, manco y tuerto, pero a pesar de ello logró humillar a los ingleses en una de las batallas navales más importantes del SXVIII. Este marino no era otro que Blas de Lezo, un almirante guipuzcoano que, contra todo pronóstico, consiguió rechazar a la segunda flota más grande de la historia con apenas seis buques y poco más de 3.000 hombres en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias.

    Esta dura batalla se fraguó aproximadamente en 1.738, año en que los ingleses declararon la guerra a España después de que nuestros navíos apresaran el buque de un contrabandista británico. Al parecer, esta excusa fue muy útil para la pérfida Albión que, como deseaba desde hacía tiempo, comenzó a planear un asalto sobre Cartagena de Indias (el centro del comercio americano y donde confluían las riquezas de las colonias españolas). Sin embargo, lo que no sabían es que allí les esperaba Blas de Lezo, un condecorado y experimentado almirante guipuzcoano conocido también como «Mediohombre» o «Almirante Patapalo» por ser cojo, manco y tuerto.

    El número contra el ingenio

    Para asaltar Cartagena de Indias, los ingleses armaron la segunda mayor flota de la historia (después de la que fue utilizada en el desembarco de Normandía). Concretamente, disponían de 195 navíos, 3.000 cañones y 29.000 soldados (4.000 de ellos milicianos estadounidenses), todos al mando del almirante Edward Vernon.

    Por su parte, los españoles disponían de una paupérrima defensa en esta ciudad, pues a las órdenes de Blas de Lezo había únicamente 3.000 hombres, 600 indios flecheros, y 6 navíos de guerra (el Galicia, el San Felipe, el San Carlos, el África, el Dragón y el Conquistador).

    No obstante, Lezo no dudó en aprovechar las ventajas estratégicas que le ofrecía el terreno. Y es que la entrada por mar a Cartagena de Indias sólo se podía llevar a cabo mediante dos estrechos accesos conocidos como «bocachica» (defendido por dos fuertes) y «bocagrande» (asegurado por cuatro). En un intento de resistir al invasor, el «Mediohombre» dividió sus buques en dos compañías y situó una en cada entrada. A su vez, dio órdenes de que, en caso de que fueran superados, se barrenaran los navíos españoles para que sus restos impidieran la entrada a la bahía.

    Comienza la batalla

    La armada inglesa se dejó ver por la ciudad colombiana el 13 de marzo de 1.741, y en solo dos jornadas se adueñaron de sus alrededores. A continuación, Vernon inició un bombardeo constante sobre los fuertes y los buques que defendían la plaza durante 16 días.

    La frecuencia y la potencia de los disparos fue tal que, a pesar de que el español usó una decena de artimañas como lanzar bolas encadenadas para destrozar los palos de los navíos enemigos, no quedó más remedio que abandonar dos de los fuertes. Además, y ante la cantidad de fuego que caía sobre ellos, Lezo ordenó, como estaba previsto, incendiar sus buques para evitar el paso hasta la ciudad.

    Sin embargo, esto no sirvió de mucho, pues el almirante inglés remolcó uno de los buques que aún no se había ido al fondo del mar y consiguió apartarlo de la entrada de Cartagena de Indias. Así, con los barcos españoles hundidos y varias fortalezas tomadas, Vernon cometió el mayor error de su vida: enviar emisarios a Inglaterra anunciando su victoria. Algo que, a la postre, le saldría muy caro.

    El asalto final

    Con sus buques en la bahía y bombardeando hasta la saciedad las posiciones enemigas, Vernon se hinchó de orgullo y decidió asaltar el símbolo de la resistencia española: el castillo de San Felipe (una de las fortificaciones donde quedaban poco más que 600 defensores). No obstante, y como asaltar frontalmente la fortaleza era una locura, el almirante prefirió rodear la posición y atacar por retaguardia. En este caso, el inglés cometió otro gran error, pues, para llegar hasta la parte trasera de la fortaleza era necesario atravesar la selva, algo que provocó la muerte de cientos de sus soldados.

    Una vez en la posición deseada, y a pesar de las penurias, Vernon ordenó un primer ataque contra los muros españoles en los días sucesivos, asalto que los defensores resistieron heroicamente acabando con nada menos que 1.500 enemigos. Tras este primer combate, el almirante inglés se desesperó ante la idea de perder una batalla que hasta hace pocos días parecía ganada y ordenó a sus hombres llevar a cabo una última arremetida masiva usando escalas.

    En la noche del 19 de abril, los ingleses se agruparon en tres columnas para tomar las murallas. Sin embargo, los asaltantes se llevaron una gran sorpresa cuando se dieron cuenta de que las escalas no eran lo suficientemente largas para alcanzar la parte superior de los muros. Y es que Lezo, haciendo uso de su ingenio, había ordenado cavar un foso para impedir el asedio. Con los enemigos a su merced, los españoles acabaron aquel día con centenares de casacas rojas.

    Al día siguiente, y aprovechando el golpe psicológico que habían dado a los ingleses, el «Almirante Patapalo» salió de la fortaleza y, junto a sus hombres, inició una última carga que, sorprendentemente, acabó obligando a los ingleses a volver a sus buques. La victoria, milagrosamente, pertenecía a los españoles.

    Artículo completo en: «Blas de Lezo, el almirante español cojo, manco y tuerto que venció a Inglaterra».

  5. Pensacola, cuando España sometió a Inglaterra en las Américas

    Tropas españolas cargan contra los ingleses en el fuerte del «Rey Jorge»
    Tropas españolas cargan contra los ingleses en el fuerte del «Rey Jorge» - wikimedia

    Puede que las aguas europeas se hayan teñido multitud de veces con la sangre de los marineros españoles e ingleses. No obstante, la armada ibérica y la Royal Navy pueden presumir de haberse plantado cara a lo largo y ancho del mundo entero. Precisamente, uno de los lugares más recónditos en los que se encontraron fue en la bahía de Pensacola, cerca de la Florida. Allí, en un día de 1.781, la Infantería de Marina hispana desembarcó y expulsó del terreno a los defensores de la Pérfida Albión.

    Para saber por qué la armada de nuestro país viajó miles de kilómetros para derramar sangre inglesa hay que remontarse hasta finales del SXVIII, concretamente a 1.763, año en que Inglaterra hizo doblar la rodilla a una coalición de países entre los que se encontraban Francia y España.

    Tras esta dolorosa derrota, Carlos III estaba deseoso de que el tiempo le diera una excusa para devolver tal afrenta al inglés, y esto sucedió cuando llegaron las primeras noticias de que las Trece Colonias americanas habían iniciado un levantamiento contra los británicos. En ese momento, España dio comienzo a una abismal campaña de apoyo a los rebeldes, a los que equipó con armas, munición y uniformes. A su vez, la situación se recrudeció cuando la corona declaró la guerra a las islas en 1.779.

    Hacia Pensacola

    Con el inicio de la lid España dio también el arcabuzazo de salida para molestar en todo lo posible a la Royal Navy, la cual debía ahora dividir sus buques para hacer frente a franceses, americanos e hispanos. En este contexto, el entonces gobernador de Luisiana, el malagueño Bernardo de Gálvez, recibió órdenes de arrebatar Pensacola –una ciudad ubicada en la Florida occidental- a los británicos. Esta empresa, no obstante, era tan arriesga como dificultosa, pues, para entrar en su bahía, era necesario pasar un estrecho de poco calado cubierto por dos baterías enemigas.

    Pero el miedo no era una opción para Gálvez, que el 28 de febrero de 1.781 armó una flota de 36 buques y cientos de Infantes de Marina. A su vez, estableció que tropas españolas y francesas tomarían los alrededores de Pensacola desde tierra y ayudarían a asediar la propia ciudad. Con todo preparado, gran valentía, y los cañones armados, se inició el viaje hacia la bahía enemiga.

    «Yo solo»

    Una vez frente a Pensacola, Gálvez observó que la empresa auguraba un fuerte derramamiento de sangre. Con todo, el malagueño no retrocedió y tomó a bayoneta calada con sus hombres una de las dos baterías que cubrían el estrecho y la entrada a la ciudad.

    Sin embargo, y a pesar de que de esta forma redujeron las defensas del enemigo, los ingleses todavía tenían los cañones de la posición conocida como «Barrancas coloradas», una fortificación imposible de tomar sin entrar en la bahía y exponerse a su fuego.

    En ese momento se iniciaron las discrepancias entre los oficiales españoles ya que, mientras que Gálvez pretendía entrar con la flota y hacer frente a las «Barrancas coloradas» lanzando sobre ellos andanadas y andanadas de artillería, había muchos que temían que sus buques pudieran ser destruidos.

    Ante la disyuntiva, el malagueño no dudó y, después de subirse a un bergantín (un barco de menor calado) se dispuso a llevar a cabo un acto de valentía digno de figurar en los libros de Historia: entrar solo en la bahía a través del fuego enemigo. Decidido, las últimas palabras que dirigió a sus hombres fueron: «Una bala de a treinta y dos recogida en el campamento, que conduzco y presento, es de las que reparte el Fuerte de la entrada. El que tenga honor y valor que me siga. Yo voy por delante con el Galvez-town para quitarle el miedo».

    Sin dudarlo, y mientras enarbolaba la bandera de Comandante, Gálvez pasó el estrecho junto a otros tres navíos y atrajo todo el fuego sobre sí, lo que dio tiempo al resto de la flota a posicionarse y arremeter contra las «Barrancas coloradas». Curiosamente, y como si hubieran sido bendecidos, estos primeros valientes no sufrieron daños severos.

    La toma de Pensacola

    Con el fuego inglés controlado, ya sólo quedaba conquistar la ciudad, empresa que se hizo más sencilla gracias a la llegada de refuerzos españoles y franceses. Finalmente, y ante la ingente cantidad de tropas que se habían reunido junto a Gálvez (unos 8.000 soldados frente a los 3.000 defensores) únicamente hizo falta tiempo para que Pensacola cayera de forma definitiva en manos de Gálvez.

    Artículo completo en: Gálvez: el marino español que se aventuró «solo» contra las defensas inglesas de Florida.

  6. Tenerife: el peor recuerdo de Horatio Nelson

    Nelson, herido durante el ataque
    Nelson, herido durante el ataque - r. westall

    Otra de las grandes gestas españolas tuvo lugar durante los últimos días de un caluroso mes de julio de 1797. Ese año, Inglaterra se propuso invadir la isla de Santa Cruz de Tenerife con la inestimable ayuda del por aquél entonces contralmirante Horatio Nelson; una de las empresas que a la postre le iba a producir una gran derrota.

    El objetivo de los ingleses era claro. Las islas Canarias eran un enclave único y estratégico; un lugar bañado por el océano Atlántico que podría haber servido para el refugio y avituallamiento de la Royal Navy, que en aquellos años tenía intereses en el continente americano. Conquistar Santa Cruz de Tenerife y el resto de las islas significaba, por tanto, la creación de una poderosa base estratégica que contribuiría en definitiva al engrandecimiento del Imperio británico. Sin embargo, Inglaterra no solo se iba a encontrar con la resistencia heroica del ejército español, sino que además se iba a enfrentar con un factor determinante: el Pueblo.

    Fuerzas en combate

    Así las cosas, durante la oscura madrugada del 22 de julio de 1797 ocho buques ingleses se situaron sigilosos frente a las costas de Tenerife dispuestos a iniciar el desembarco. En total, el ejército del contralmirante Nelson estaba formado por 393 bocas de fuego y nada menos que 2.000 hombres instruidos y experimentados en otros enfrentamientos.

    Además, se daba la circunstancia de que el orgullo británico estaba intacto tras haber vencido a los españoles cinco meses atrás en la batalla del Cabo de San Vicente. Por su parte, la defensa de Santa Cruz de Tenerife estaba compuesta tan solo por unos 60 artilleros veteranos y 320 de milicias, varios cientos de soldados y alrededor de 900 campesinos. Todos ellos estaban dirigidos por el teniente general Antonio Gutiérrez de Otero, un soldado veterano que en aquél estío rondaba los 68 años. No obstante, a pesar del número claramente inferior de los españoles, la historia iba a ser muy distinta respecto a los sucesos que habían acaecido en el Cabo de San Vicente.

    Un plan casi perfecto

    El plan principal de los ingleses, que tenía su origen en una misiva que Nelson le escribió a John Jervis, jefe de la flota del Mediterráneo, el 12 de abril de 1797, era más o menos sencillo. El ejército inglés debía botar 30 lanchas de 900 hombres con el objetivo de asaltar el castillo de Paso Alto, cercano a la playa, y desde allí efectuar fuego de artillería contra la fortaleza de San Cristóbal, el lugar donde se encontraba el general Antonio Gutiérrez de Otero y su plana mayor.

    Mientras tanto, la infantería haría lo propio desde tierra. Sin embargo, a pesar de que el plan empezó a ejecutarse según lo previsto, la marea contraria retrasó el avance de las tropas inglesas, que no lograron llegar a la playa hasta el amanecer, justo en el momento en que la defensa española, prevenida, comenzó a utilizar los cañones desde el castillo de Paso Alto para hacer retroceder al invasor.

    La batalla del pueblo

    Aún así, los 900 hombres armados y con sed de conquista lograron desembarcar en una playa situada al noreste de Santa Cruz, donde fueron sorprendidos por un grupo de 200 españoles que les cortaron el paso. Tras largas horas de batalla, y custodiados en todo momento por un sol de justicia, el capitán Trowbridge ordenó la retirada de los ingleses al atardecer. A pesar de todo, el ejército invasor iba a intentar conquistar la isla unos días más tarde.

    De esta manera, en la madrugada del 25 de julio, alrededor de 700 ingleses lograron desembarcar en una playa próxima al castillo Principal con el objetivo de asaltar el fuerte de San Cristóbal. Sin embargo, el fuego de los cañones del muelle y de algunas fortalezas cercanas como La Concepción, Paso Alto, San Telmo o Santo Domingo fueron determinantes para evitar el avance de las tropas.

    Además, en el transcurso de la batalla se produjeron algunos acontecimientos inesperados que pusieron en jaque a los ingleses, como la retirada del contralmirante Nelson, que fue herido de gravedad en el brazo derecho (el cual tuvo que ser amputado por el cirujano unos minutos más tarde), o el hundimiento de la embarcación «Fox». Finalmente, tras una dura y sangrienta batalla por las playas, calles y plazas de Santa Cruz, en la que también participaron labriegos, pescadores y artesanos tinerfeños, las tropas inglesas fueron obligadas a firmar la rendición.

    Así, durante la mañana del 25 de julio de 1797, el ejército de Inglaterra sufrió en sus lívidas carnes el poder y la fuerza de un pueblo unido, y Horatio Nelson, el héroe de Trafalgar Square, se llevó uno de los peores recuerdos de su vida.

    Artículo completo en: Cuando el pueblo llano de Tenerife «arrancó» el brazo al almirante Nelson.

  7. Brión, el día que 2.000 españoles resistieron el ataque de 10.000 casacas rojas

    Fuerte de La Palma
    Fuerte de La Palma - wikimedia

    Han sido muchas las ocasiones en las que la Royal Navy ha caído presa del ardor y valentía de los buques de guerra hispanos. No obstante, pocas han marcado tanto la Historia como la batalla de Brión, una contienda en la que, poco más de 2.000 españoles, resistieron el envite de una flota formada por un centenar de buques ingleses y más de 10.000 casacas rojas.

    El año de este enfrentamiento fue el 1.800, apenas cuatro veranos después de que España hubiera firmado un tratado militar con Francia mediante el cual ambas potencias se comprometían a unir sus flotas contra Gran Bretaña. Sin embargo, parece que este acuerdo no gustó demasiado en Albión, donde, en un intento de contrarrestar a la armada combinada, se intensificaron los ataques contra los buques hispanos que –desde hacía 300 años- llegaban de las Indias cargados de riquezas.

    En esos menesteres andaban las relaciones entre ambas potencias cuando el inglés, siempre deseoso en aquellos tiempos de buscar la desgracia española, elaboró un cruel plan con el que dar un golpe sobre la mesa ante la creciente potencia naval española. Concretamente, desde Londres se planeó iniciar un gran ataque sobre uno de los principales puertos de nuestra tierra, el de la Ría de Ferrol, el cual carecía, además, de defensas suficientes para resistir un asalto lo0 suficientemente coordinado.

    «El pueblo se hallaba abandonado y entregado a su triste muerte. Su posición era, pues, muy propia para que cualquier enemigo, menos poderoso aún que la Inglaterra, lo atacase y aniquilase, destruyendo de un solo golpe de mano los notables establecimientos navales», señala el experto en historia ferrolana José Montero Aróstegui (1.817-1.882) en su popular obra «Historia y descripción de la ciudad y departamento naval de Ferrol».

    Camino hacia España

    Como era usual cuando se hablaba de derramar sangre española, Inglaterra no escatimó en gastos. «Corría el día 25 de agosto cuando la expedición inglesa, mandada por el almirante Warren, se presentó al frente de las costas de Ferrol. Componíase de 7 navíos de guerra, dos de ellos de tres puentes; 6 fragatas, 5 bergantines, 2 balandras, una goleta y 87 buques de transporte, que conducían tropas de desembarco al mando del teniente general Pultney. Según los papeles de Inglaterra, ascendía este ejército a 13.000 hombres», añade el experto en su obra.

    Los oficiales españoles, de celebración, no creían las noticias del ataqueNo falló en sus conjeturas el inglés pues, cuando los navíos llegaron a las cercanías de Ferrol, ningún barco de guerra español salió a darles la bienvenida a base de cañón. Casi con las puertas abiertas, nuestros enemigos desembarcaron cerca de la playa de Doniños, ubicada al norte de la Ría, unos 10.000 infantes. La noticia fue una increíble sorpresa para los oficiales encargados de la defensa, los cuales se encontraban de celebración y reaccionaron tarde al ataque.

    Con todo, y cuando el peligro se hizo evidente, todas las alarmas saltaron en el puerto y se iniciaron los preparativos para tratar de resistir el inmenso asedio. «La defensa del puerto se encontraba tan mal preparada, que la plaza y los fuertes de la ría carecían de tropas (y) ni un solo cañón estaba montado, (incluso) el depósito de armas de chispa carecía de lo preciso para su manejo», destaca Montero.

    Primeros enfrentamientos

    A pesar de ello, una flota española que había amarrada en el puerto tomó posiciones para bloquear la entrada a la Ría (lugar al que no habían llegado los buques enemigos). A su vez, se armó a 500 infantes, los cuales recibieron órdenes de dirigirse a marchas forzadas hacia las afueras de Brión -un pueblo ubicado a 8 Km de la playa de Doniños- para interceptar el avance de los casacas rojas.

    Incomprensiblemente, los ingleses se retiraron cuando tenían el terreno conquistadoEstos hombres tenían sobre sus fusiles una gran responsabilidad: ganar tiempo hasta que las principales fuerzas españolas estuvieran preparadas. Y es que, si los enemigos rebasaban Brión, tendrían el camino libre hasta el castillo de San Felipe, una de las pocas defensas con las que resistir un ataque frontal de la armada británica.

    Bien sabían esto los soldados hispanos pues, aquella noche, detuvieron a base de plomo y espada a nada menos que 4.000 ingleses hasta que, extenuados, se vieron obligados a retirarse y cobijarse en el Brión. A pesar de la derrota, esto detuvo la acelerada marcha de los casacas rojas, que prefirieron no asaltar el pueblo con la llegada de la oscuridad.

    Asalto en Brión

    Por suerte, durante la noche los oficiales tuvieron tiempo para armar las defensas del castillo de San Felipe y posicionar varios navíos con los que detener un posible avance de la armada enemiga. Pero, a pesar de ello, todos sabían que la victoria se dirimía realmente en las afueras de Brión, donde los españoles enviaron toda la infantería que pudieron reunir: 2.000 hombres al mando del mariscal Conde de Donadio. Estas fuerzas se enfrentarían a más de 9.000 ingleses que, aprovechando también la marcha del sol, habían reforzado su línea.

    Con las piezas colocadas, únicamente quedaba esperar a que rompiera el alba en la jornada del 26 de agosto para jugar esta macabra partida de ajedrez. «Apenas los primeros albores de la aurora pudieron hacer ver a los combatientes sus respectivas posiciones rompieron un vivo fuego. Las tropas de primera línea atacaron al enemigo con admirable serenidad, unión y valor, obligándole a abandonar con grandes pérdidas la ventajosa posición que tenía», determina el experto.

    Pero ni siquiera la tenacidad española bastó para resistir al inglés y, aunque los defensores lograron incluso tomar algunas posiciones enemigas en los comienzos de la contienda, finalmente el ingente número de soldados británicos acabó por rebasar las líneas hispanas. Superados, ahora solo quedaba a los nuestros retirarse hasta la plaza de Ferrol, precariamente defendida, y acabar con el mayor número posible de casacas rojas antes de morir.

    Los ingleses, por su parte, iniciaron los preparativos para atacar el castillo de San Felipe para avanzar después sobre la ciudad. No obstante, las defensas del enclave resistieron gracias a varias piezas de artillería que, a base de esfuerzo y fe, habían sido colocadas en un breve período de tiempo por los españoles.

    Una incomprensible retirada

    Sin embargo, aquel mismo día, y después de que la pérfida Albión tratara sin éxito de tomar San Felipe, un milagro quiso que los ingleses, por alguna razón, reembarcaran en sus buques e iniciaran una retirada a toda prisa hacia su tierra. Aún hoy, únicamente existen conjeturas –más o menos creíbles- sobre lo que pudo acabar con la moral de los británicos e impidió que tomaran la Ría.

    «El enemigo, viendo el resultado de sus infructuosos ataques, la actitud guerrera de los buques y baterías, el considerable número de gente que cubría el recinto de los arsenales y de la plaza, las columnas volantes distribuidas por aquel quebrado territorio, y el aparato y decisión de un pueblo dispuesto a resistir vigorosamente su entrada; unido todo a la feliz circunstancia del amago de mudanza de tiempo, que sin duda hubiera hecho perecer en estas costas tan formidable convoy, había (…) reembarcado a las cuatro de la tarde del día 26 (…) con tal precipitación que dejó abandonados en las playas (…) caballos, tablonería, picas, sacos, tres lanchas y un bote que zozobraron», sentencia el autor español.

  8. La sangrienta defensa contra el inglés en la Bahía de Algeciras

    La batalla de la Bahía de Algeciras
    La batalla de la Bahía de Algeciras - a. l. morel-fatio

    Con sable, cañón, y una férrea decisión de derramar sangre británica. Así combatieron el 6 de julio de 1.801 los artilleros españoles que, desde la Bahía de Algeciras, apoyaron con su fuego a una flota francesa cercada por la Royal Navy. Aquella jornada, los altivos ingleses, que contaban con una mayor potencia naval, clavaron la tapa de su propio ataúd al menospreciar la capacidad de las baterías de costa hispanas, las cuales, a base de una incansable lluvia de muerte, obligaron a los oficiales enemigos a correr –o navegar- por sus vidas.

    Para comprender los sucesos acaecidos en la batalla de Algeciras es necesario retroceder en el tiempo hasta 1.801, año en que Napoleón Bonaparte, ansioso como estaba de desbaratar a la pérfida Albión, firmó un tratado con España mediante el que ambos territorios formarían una armada con la que reducir el poderío naval inglés en el Mediterráneo. Mediante este acuerdo, los galos pretendían a su vez reforzar lo poco que quedaba de su escuálida flota y acudir en rescate de los soldados franceses que seguían combatiendo desesperadamente en Egipto.

    Una vez suscrito el tratado, las armadas de ambos países determinaron que se reunirían en aguas españolas para plantar cara de una vez por todas al inglés. «En las clausulas adicionales al tratado se dictaron las disposiciones militares, de tal forma que dos contingentes navales galos, al mando de los contralmirantes Linois y Dumanoir, saldrían de los puertos de Tolón y Cherburgo para unirse en Cádiz a la escuadra del Almirante Moreno» determina el Coronel Jefe del Regimiento de Artillería de Costa nº 5 Rafael Vidal Delgado en su obra «El fuerte de Santiago y la batalla de Algeciras».

    Un fatídico encuentro

    En virtud de estos términos, y a principios del verano de 1.801, el conde de Linois dirigió una parte de las fuerzas galas hacia aguas españolas para reunirse con la armada hispana. Bajo sus órdenes, el franco contaba con dos navíos de 80 cañones (el «Indomptable» y «Formidable»), otro de 74 (el «Desaix») y la fragata «Muiron». En principio, el viaje pareció plácido y fructífero para esta pequeña armée, pues en el trayecto llegaron incluso a capturar el navío de un conocido corsario inglés.

    Sin embargo, la alegría de Linois pronto se diluyó en el mar cuando supo que los ingleses se habían enterado de sus planes y habían armado una flota para interceptar en Cádiz a los cuatro buques galos. La situación se puso difícil para los franceses que, ante la imposibilidad de dirigirse hacia el Atlántico debido al mal tiempo, decidieron fondear y plantar batalla a la Royal Navy en la pequeña Bahía de Algeciras.

    Tenían mayor potencia naval, pero las baterías españolas destrozaron sus navíosEn este lugar, a su vez, los franceses esperaban poder resistir los envites de los infames ingleses con ayuda de varias piezas de artillería que los españoles tenían situadas en las inmediaciones, además de una docena de pequeñas lanchas cañoneras (navíos pequeños y veloces de un único cañón).

    Los ingleses –al mando del almirante Saumarez- no tardaron en iniciar la marcha hasta Algeciras en cuanto conocieron los planes galos. De hecho, los defensores pudieron ver a las pocas horas como una imponente flota de 6 navíos (uno de 80 cañones y el resto de 74) y una fragata hacían su entrada en la bahía con la artillería preparada. Acababa de iniciarse el combate.

    La tranquilidad antes de la lucha

    Con casi 400 cañones, por los apenas 300 de la alianza franco-española, los ingleses sabían que contaban con una gran ventaja. Sin embargo, la armada combinada se aprestó a la defensa poniéndose en manos de las baterías costeras, las cuales estaban formadas por unos cañones temibles que, para su desgracia, la pérfida Albión infravaloró.

    La sangrienta defensa contra el inglés en la Bahía de Algeciras«En la mañana del día 6 (de julio) aparecieron las velas inglesas por Punta Carnero, extremo suroeste de la bahía. (…) La flota enemiga entró confiada en su aplastante superioridad pretendiendo (…) remontar la línea franco-española en toda su longitud, por el lado de la costa, en tanto que los restantes atacaban por el lado de mar abierto», añade Vidal en su obra. Concretamente, Saumarez buscaba atravesar la línea francesa con la mitad de sus navíos para atrapar a los galos entre dos fuegos. No obstante, parece que no contó con la efectividad de los cañones hispanos.

    Por su parte, Linois decidió no arriesgar haciendo uso de extravagantes estrategias y apostó por la clásica inmovilidad defensiva francesa. Para ello, desplegó sus buques en línea y con las velas recogidas. A su vez, e intuyendo la maniobra inglesa, ordenó anclar sus navíos lo más cerca posible de la costa para aprovechar al máximo el fuego de las baterías españolas e impedir que Saumarez le envolviera.

    Comienza la batalla

    Tuvo que pasar casi media hora hasta que los ingleses abrieran fuego. Así, aproximadamente a las 8:35 de la mañana, la armada británica inició sobre los buques galos un fuego ensordecedor que, sin duda, provocó que se encogiera el corazón de los defensores.

    Al poco, Saumarez comprendió que no debía haber subestimado los baterías de los defensores. Y es que, tras poco más de una hora de contienda, el fuego hispano que se escupía desde tierra había provocado un daño irreparable en los altivos barcos ingleses. El primer buque que sufrió las consecuencias del error garrafal del oficial fue el «Pompee», el cual, a base de bola de cañón española, quedó inmovilizado y tuvo que ser remolcado.

    El «Hannibal» en problemas

    Tampoco marchaban bien las cosas para otro de los navíos ingleses, el «Hannibal». Este, tras haber sido cañoneado por los españoles, había encallado mientras intentaba rodear a los buques franceses. Con el buque detenido, los artilleros hispanos no pudieron más que esbozar una sonrisa mientras apuntaban cuidadosamente su artillería hacia esta improvisada diana.

    Ni siquiera los hombres enviados por Saumarez en su ayuda pudieron salvar al buque de su aciago destino. «Poco antes de la una de la tarde, el capitán Ferris del “Hannibal” ordenó arriar el pabellón, rindiéndose e incluyendo en la misma a las tripulaciones de los botes que le había enviado su almirante para desencallarlo», completa el militar español.

    La marcha del inglés

    Sobre la una de la tarde, tras casi cinco horas de combate, el panorama era dantesco para los ingleses: ninguno de los buques había logrado romper la línea francesa y los daños eran innumerables. A su vez, los defensores habían impedido a los ingleses desembarcar infantería con la que asaltar las posiciones españolas en la costa. Así, con la sangre tiñendo la madera de los navíos de Albión y los cañones transformando en astillas la, hasta entonces, indomable flota británica, Saumarez tocó a retirada.

    «La batalla estaba perdida para los británicos. Saumarez pensó que era probable que hundiera a todos los buques franceses, pero le era imposible destruir a las baterías de costa españolas, que, incansables, lanzaban sus bolas de muerte sobre sus barcos. (…) (Finalmente) Saumarez dio la batalla por perdida y ordenó la retirada hacia Gibraltar», sentencia el autor.

  9. Finisterre, la cruel e incomprensible derrota de la armada española

    Acción del Almirante Sir Robert Calder en Cabo Finisterre
    Acción del Almirante Sir Robert Calder en Cabo Finisterre - William Anderson

    El mar gallego ha sido testigo mudo durante años de multitud de victorias protagonizadas por nuestros navíos, sin embargo, también lo ha sido de dolorosas e imborrables derrotas. Precisamente una de ellas es la que se produjo el 22 de julio de 1.805 cuando una expedición formada por buques hispanos y franceses se enfrentó a una flota inglesa de menor número. Ese día, y de forma incomprensible, el mando conjunto francés provocó una derrota que ni el arrojo español pudo salvar.

    Vientos de guerra se cernían sobre los mares y océanos en 1.805. Y es que, como venía siendo tradición, Francia -ahora comandada por Napoleón Bonaparte- se encontraba por aquellos años en guerra contra Gran Bretaña. Sin embargo, parece que las incontables jornadas de contienda ya habían cansado al «pequeño corso» que, al fin, decidió que era hora de acabar con aquellas molestas islas haciendo uso de la fuerza.

    Para ello, Napoleón planeó una ambiciosa operación que consistía en atravesar con sus tropas el Canal de la Mancha y plantar batalla al inglés en su propia tierra. Con todo, y si quería llevar a cabo su plan, el galo necesitaba que la flota británica que defendía la zona dejara aquellas aguas libres para sus buques de transporte.

    Dicho y hecho. Conocidas sus necesidades, la maquiavélica mente de Napoleón empezó a cavilar un plan en el que incluyó a la que, por entonces, era su aliada: España. Según sus órdenes, una flota franco-hispana partiría hacia el sur de América para, a base de cañón y mosquete, dar toda la batalla posible a los buques de Albión que había en la zona. Después, y una vez que parte de la Royal Navy hubiera izado velas para interceptar a los barcos del «pequeño corso», estos volverían rápidamente a Francia para transportar a la «Grande Armée».

    Se inician los preparativos

    Complicado sí, pero no imposible. Bajo esta premisa partió de las aguas europeas a mediados de abril una flota al mando del almirante galo Villeneuve, el cual tenía bajo sus órdenes una veintena de navíos de línea (seis de ellos españoles dirigidos por el general Gravina).y siete fragatas.

    «El 10 de abril, sin haber perdido día, hacían camino hacia las Antillas juntos los 17 navíos y sus respectivas fragatas», explica el historiador y militar Cesáreo Fernández Duro (1.830-1.908) en su obra «Historia de la Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón». Finalmente, y tras un viaje tranquilo, el 13 de mayo la armada combinada llegó a su destino.

    Vuelta a Francia

    Unas semanas después, tras capturar y llevarse al fondo a más de un buque inglés, la armada recibió al fin la orden que esperaban: debían volver a Europa y transportar a las tropas de Napoleón que esperaban en Boulogne (ubicada en el norte de Francia). Sin más dilación, los buques levaron anclas hacia el Canal de la Mancha mientras parte de la flota británica llegaba a las Antillas para plantarles cara.

    A su vez, a Villeneuve se le disiparon todas las dudas sobre la importancia de la misión cuando recibió de su país una carta en la que, según recoge en su obra Duro, se podía leer lo siguiente: «Del éxito de la llegada ante Boulogne dependen los destinos del mundo. Dichoso el Almirante que asocie su nombre a la gloria de tal acontecimiento».

    Por su parte, Inglaterra no se mantuvo cruzada de brazos, sino que, en cuanto tuvo constancia de la vuelta a Europa de los buques españoles y franceses, envió para interceptarlos una flota comandada por el vicealmirante Robert Calder. «El 15 de julio cruzaba el lugar recomendado el almirante Robert Calder con 15 navíos, cuatro de ellos de tres puentes, dos fragatas y dos avisos. Por noticias expedidas (…) se suponía que la armada franco-española no pasaba de 16 navíos medianamente armados y que podrían batirlos con superioridad los 15 ingleses», determina el experto español.

    Tras sufrir varios días de mal tiempo, las dos armadas se encontraron en la mañana el día 22 en aguas del Cabo de Finisterre (ubicado en Galicia). Así, sin más posibilidad que la de derramar sangre para honrar y tratar de poner en práctica el plan de Bonaparte, las inmensas embarcaciones españolas y francesas prepararon pólvora y estoques para mandar al fondo del océano a los casacas rojas.

    Comienza la batalla

    Aquella jornada las pésimas condiciones meteorológicas parecían aventurar la matanza que se iba a producir. Y es que, entre los navíos se levantó una espesa niebla que redujo notablemente la visibilidad de los marineros. Fuera como fuese, sin casi discernir al enemigo o incluso a ciegas, los buques comenzaron a formar para caer sobre el enemigo sin piedad.

    Al momento de avistar a los ingleses, la armada franco-española se desplegó formando una extensa línea a la cabeza de la cual se destacaron los navíos españoles. «Mandó el jefe inmediatamente formar línea de combate (…) tomando la vanguardia los seis navíos españoles, con el general Gravina en cabeza, siguiendo todos los otros hasta el completo de 20», añade Duro.

    Los británicos hicieron uso de una táctica que, en un futuro, les daría la victoria en multitud de contiendas: formando en hilera, se dirigieron perpendicularmente hacia la fila de buques hispanos con intención de cortar y atravesar su formación. Por suerte, Gravina predijo este movimiento y, haciendo uso de una iniciativa de la carecía Villeneuve, ordenó a sus barcos virar en redondo. De esta forma, el español consiguió que la flota combinada se pusiera de cara a la de Albión y, así, evitar que los ingleses acabaran con ellos.

    «Del movimiento resultó que Gravina se encontrara a la cabeza de la línea y rompiera el fuego iniciando el combate a las cinco de la tarde», señala el español en su obra. Una vez lanzada la primera andanada de cañón, las naves de guerra españolas entablaron combate con el inglés sabiendo que su vida dependía de la victoria. Villeneuve sin embargo, aunque sabía que el destino de Francia estaba en sus manos, prefirió mantener a casi la mitad de sus barcos en segunda línea sin ningún enemigo al que atacar.

    Con todo, y a pesar de la ineficacia del francés, los españoles siguieron plantando cara a base de cañón a la armada inglesa. Fueron duros momentos para nuestros buques que, en aquel aciago día cubierto de niebla y humo, sufrieron la mayor parte del fuego de Calder por encontrarse en vanguardia. Cuando llegó la noche la estampa era dantesca, pues los casacas rojas, ante la inoperancia de Villeneuve, habían destrozado y capturado dos de los navíos hispanos, el «Firme» y el «San Rafael».

    Aproximadamente a las nueve de la noche, y ante la incipiente oscuridad, los contrincantes detuvieron la batalla hasta el día siguiente. Sin embargo, parece que Calder tuvo suficiente pues, al observar que había capturado dos buques y que había impedido que la armada combinada transportara a la «Grade Armée» hasta Inglaterra, decidió abandonar la lucha y huir como vencedor. La batalla había acabado y, para desgracia francesa y española, lo había hecho en derrota.

    Contando los muertos

    Una vez terminada la lucha solo quedaba contar las bajas. «Relativamente a las bajas personales, se informó al público haber tenido la escuadra inglesa 39 muertos y 159 heridos, mientras que las de los aliados sumaban 149 de los primeros y 329 de los otros, correspondiendo a los dos navíos españoles rendidos las considerables cifras», finaliza Duro.

  10. Trafalgar, el fracaso que inició el declive de la armada española

    La batalla de Trafalgar
    La batalla de Trafalgar - juan vallejo

    De entre todas las derrotas que la Royal Navy perpetró contra los buques españoles, hay una que, desgraciadamente, resuena en los albores del tiempo como la más humillante y dolorosa: la de Trafalgar. Esta contienda, librada en aguas gaditanas, marcó no sólo la destrucción de una buena parte de los navíos de su Católica Majestad Carlos IV, sino también el declive militar de nuestro país, que abandonó su papel de potencia mundial.

    Malos tiempos corrían para la corona en los inicios del SXIX. Y es que, en 1.805 España se encontraba plegada a los intereses del Primer Cónsul Napoleón Bonaparte quien, a base de tratado, había conseguido aliarse con nuestro país y disponer a nivel naval de la flota hispana, una de las más reseñables de la época.

    La finalidad del «pequeño corso» no era otra que conquistar Inglaterra. Sin embargo, sabía que para poder llevar a cabo su plan necesitaba una gran cantidad de barcos que pudieran plantar cara a la armada británica y, así, disponer de vía libre en el Canal de la Mancha para transportar a su ejército.

    La derrota de Finisterre

    Tales eran los intereses de Francia -o, más bien, de Napoleón-, que, antes del verano de 1805, se ordenó a una flota combinada franco-española tratar de aniquilar a la Royal Navy que cercaba los alrededores del Canal de la Mancha. Concretamente, el galo pretendía destrozar las posiciones británicas a sangre y fuego buscando, de una vez por todas, tener vía libre para poder transportar a sus tropas por mar.

    Pero dicha flota –comandada por el almirante Villeneuve- fue estrepitosamente derrotada en la batalla del Cabo Finisterre ante un número inferior de buques británicos. Esta capitulación ponía en serios problemas el plan del «pequeño corso» quien, poco a poco, veía como su sueño de convertirse en señor de Inglaterra se hacía añicos.

    Villeneuve, en Cádiz

    Por su parte, Villeneuve, vencido como estaba, desoyó las órdenes de Napoleón y se refugió en Cádiz. No pudo equivocarse más este marino, pues el «pequeño corso», al enterarse de que el almirante no había llevado a cabo su cometido, ordenó su destitución y envió inmediatamente a un sustituto a tierras gaditanas para tomar posesión de la armada combinada.

    El calendario marcaba entonces el 14 de octubre, una fecha que sería muy dura para el almirante francés, pues fue el día en que recibió las primeras noticias que le informaban de que debía abandonar su puesto. No obstante, fue curiosamente cinco jornadas después cuando, casualidad o no, Villeneuve ordenó izar velas y, en contra de lo que opinaban muchos oficiales españoles, hacerse a la mar para combatir en aguas de Cádiz, bloqueadas por el inglés.

    Las flotas se arman

    Para tratar de romper el frente inglés, Villeneuve y su segundo Dumanoir contaban con 18 navíos franceses y 15 españoles, además de varios buques menores. Entre ellos, se destacaban el «San Juan Nepomuceno» (un buque de 74 cañones al mando del conocido Cosme Damián Churruca); el « Príncipe de Asturias» (comandado por el popular Federico Gravina) y el impresionante « Santísima Trinidad», un inmenso e impresionante castillo de los mares que sumaba 140 cañones –algo poco usual en aquella época-,

    Mientras, los británicos sumaban, además de algunos buques de acompañamiento, 18 navíos al mando de los almirantes Horatio Nelson y Cuthbert Collingwood. Entre la flor y nata de la flota británica destacaba el «HMS Victory», un buque de 100 cañones dirigido por el propio Nelson.

    Comienza la batalla

    Apenas tres jornadas después de salir de puerto, el día 21 de octubre, ambas armadas se divisaron en aguas cercanas al cabo de Trafalgar. Según órdenes de Villeneuve, la flota española formó una inmensa hilera mediante la cual pretendía cañonear a los buques enemigos. «A las ocho de la mañana mandó Villeneuve virar por redondo todos los navíos a un tiempo (…) para quedar alineados. (Pero) mientras procuraban alinearse, quedaron formando línea curva irregular de cinco millas de extensión», determina el militar e historiador Cesáreo Fernández Duro (1.830-1.908) en su obra «Historia de la Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón».

    Por su parte, Nelson no lo dudó y, ante la falta de creatividad de su enemigo francés, llevó a cabo una táctica que resultó demoledora: organizó dos hileras de buques y se dirigió perpendicularmente y formando una punta de flecha hacia el centro de la flota combinada.

    La incapacidad de Villeneuve impidió la victoria aliada«Los ingleses formaron dos gruesas columnas, de 15 navíos la situada más al Norte, o izquierda, que guiaba Nelson con su navío “Victory”; de 12 la otra, marchando a la cabeza el almirante Collingwood en el “Royal Souvereign”. (…) Se dirigieron, en líneas algo oblicuas, a la armada aliada: la primera, a cortarla por el centro; la de Collingwood, a envolver la retaguardia», añade el experto español.

    A pesar de la pasividad de Villeneuve, a Gravina le asaltó el terror cuando observó la estrategia británica. De hecho, el oficial español pidió permiso al galo para poder maniobrar libremente con los buques que tenía bajo su mando. Al poco, el francés le hizo señas indicando que se mantuviera en su posición. Antes de comenzar el destino de la batalla ya había quedado sellado por la voluntad de un único hombre que no había aprendido de sus errores anteriores y que debería haber sido sustituido.

    Primeros combates

    Durante la mañana, la buques de la flota combinada izaron sus banderas ansiosos de derramar sangre inglesa. Mientras, los británicos no se quedaron atrás, como bien demostró uno de sus almirantes. «Nelson (…) por medio del telégrafo marino (transmitió) una sobria alocución que produjo delirante entusiasmo. “Inglaterra espera que todos cumplirán su deber”», determina Duro en su obra.

    Aproximadamente al medio día se disparó el primer cañonazo por parte de la flota combinada. Concretamente, el encargado de ello fue el navío español «Santa Ana». Tras él, comenzó una ensordecedora andanada tras otra. «Los aliados (…) rompieron el fuego que de enfilada tuvieron que sufrir las columnas (británicas) cerca de media hora, sin poder devolverlo. Collingwood mandó acostar a la gente en cubiertas, preservándola del estrago que, a ser mas diestros los artilleros y menores los balances, hubiera podido hacer arrepentir al Almirante británico de su arriesgada manera de atacar. Nelson, por no adoptar en el Victory igual precaución, tuvo 20 muertos, 30 heridos, despedazada la rueda del timón y no escaso daño en la arboladura», añade el experto.

    Choque de las columnas inglesas

    En la columna sur, el «Royal Souvereign» de Collingwood fue el primero en plantar cara a la línea defensiva combinada al penetrar en el hueco que había entre los buques «Santa Ana» y «Fougueux» (francés). Este enfrentamiento fue uno de los más cruentos, pues el navío inglés soltó una fuerte andanada sobre el barco hispano provocando severos daños y la muerte de multitud de fieros combatientes.

    Con todo, los soldados del «Santa Ana» no estaban dispuestos a caer sin llevarse al fondo del mar a su enemigo y, después de recibir estos impactos, bombardearon hasta la saciedad al «Royal Souvereign». Al despejarse el humo de los disparos no había duda: ambos navíos habían quedado totalmente destrozados. De hecho, los daños fueron tan severos que Collingwood tuvo que abandonar el buque.

    Mientras, en la otra columna inglesa, Nelson cargó a bordo del «Victory» contra la línea aliada. Haciendo honor a su reputación, el almirante soltó varias andanadas de cañón sobre todo aquel que trataba de detenerle. Sin embargo, no le quedó más remedio que detener el avance en seco cuando su buque pasó tan cerca del navío francés «Redoutable» que sus costados chocaron.

    Dumanoir decidió huir en lugar de socorrer a sus compañerosCon los dos buques detenidos, los soldados franceses cambiaron el cañón por el mosquete e iniciaron una constante lluvia de fuego que provocó la muerte de decenas de casacas rojas. De hecho, un disparo certero de una de estas armas fue el que costó la existencia al almirante británico.

    «Nelson (…) era opuesto a poner mosquetería en los (palos) altos, opinando no servir para otra cosa que poner en riesgo de incendio el velamen; idea cuyo error demostró a sus expensas la bala que, partiendo de la cofa de mesana del “Redoutable”, le privó de la vida, entrando por el hombro izquierdo y alojándose en la espina dorsal», señala Duro. No obstante, esto no sirvió de mucho, pues, al poco, varios navíos acudieron a ayudar a su almirante acabando con el buque francés.

    Los casacas rojas destrozan la línea

    Para desgracia de la armada combinada, decenas de buques llegaron detrás del «Royal Souvereign» y el «Victory». El plan del inglés funcionó a la perfección, pues la gran línea de buques franco-españoles quedó dividida por el centro. Esta ingeniosa estrategia obligó a los aliados a combatir en clara inferioridad numérica contra los navíos de la Royal Navy mientras que, por el contrario, los extremos de la formación de Villeneuve no tenían enemigo al que cañonear.

    «Toda la escuadra (inglesa) atacó con superioridad a los navíos del centro (…): los 27 navíos que las dos sumaban hicieron blanco en los 19 últimos de la línea aliada, y no de una vez; destrozaron primeramente los de más arriba y fueron corriéndose a la retaguardia con irresistible empuje, envueltos en una nube de humo que el viento calmoso no disipaba», completa el experto.

    De nada valió que, con gran valentía, oficiales como Churruca combatieran a la vez contra seis navíos ingleses poniéndoles en serios aprietos, pues la estrategia de Villeneuve había condenado a la armada combinada. Ni siquiera el gigantesco «Santísima Trinidad» logró dar la ventaja a los aliados, pues cayó finalmente al enfrentarse contra tres navíos enemigos.

    Huída por la vida

    Aproximadamente a las cuatro de la tarde la batalla se había decantado casi en la totalidad a favor de los ingleses, los cuales incluso consiguieron tomar el navío de Villeneuve. Sin esperanza, Dumanoir, que aún aguardaba con una escuadra de reserva, sorprendió a todos los marinos tocando a retirada y abandonando a su suerte a los supervivientes. Sin lugar a dudas todo había acabado.

    El recuento de bajas fue descorazonador. Y es que, los aliados sumaron más 2.500 heridos (1.383 hispanos) y tuvieron que llenar 4.500 ataúdes (1.022 españoles). A su vez, la armada combinada perdió 10 buques españoles y 11 franceses. Mientras, los británicos únicamente tuvieron 1.250 heridos, 450 muertos, y no perdieron ningún navío.

Ver los comentarios